9 de diciembre de 2011
Por Ainhoa Sáenz de Zaitegui
Julio Mas. El niño que bebió agua de brújula.
Colección Poesía, 124. 222 p.
ISBN: 978-84-359-218-2. PVP: 17,00 €
Los poetas escriben poesía. Los creadores crean mundos. Para escribir poesía basta saber un idioma y saber escribir. Para crear mundos conviene, además, tener voluntad de dios. Julio Mas Alcaraz (Madrid, 1970) la tiene.
Da vértigo. El niño que bebió agua de brújula no es poesía: es un proceso. Se experimenta ansiedad, fascinación, otros modos de ser humano. No pertenece a la estirpe literaria: comparte ADN con mecanismos artísticos más sensoriales, como la geometría hiperbólica o el cine lírico. Reducir esta poesía a categorías estables, como el irracionalismo o el onirismo, es no leerla en absoluto. Las alucinaciones no son inducidas, sino una decisión de la mente creadora: “respiro pero no logro moverme / si no es un sueño / ni un sueño en el adentro / de un sueño / si a pesar de que luche / no consigo gritar / uno de esos seres deformes / se sienta sobre mí / con una media / en la cabeza / si un olor dulce / a carne cruda”.
Amo de la materia que maneja, Mas Alcaraz gobierna su Niño con mano que no tiembla. Partido en ocho fases más un epílogo (y no sólo), el discurso se abre con el Tiempo 4, porque quien domina el caos puede imponer el orden que se le antoje. Las voces son decenas: Chamán y Hombre, dioses y hombres, animales y hombres, todos coexisten en belicosa paz dentro de este territorio autónomo donde cabe el aire más alto y el mar más profundo, episodios de claustrofobia urbana y la historia universal de la naturaleza virgen.
Poco importa lo lejos que el poeta nos lleve, ni la exultante sensación de sabernos en un bucle del que ni podemos ni queremos salir. Siempre estamos en el mismo punto, es la poesía la que se mueve como los trenes de Einstein. El corazón del poeta es nuestro sitio. “En la mente detenida no existe un lugar del que no forme parte y sea: las cumbres, las piedras, la arena. También soy las orillas. Soy todas esas cosas y todas ellas son yo”. El panteísmo se vuelve ateo: en torno al poeta gira su creación. Nosotros, lectores, sólo somos una criatura más.
Deconstruir el sistema poético de Mas Alcaraz es una utopía a la que nos gusta aspirar: la sintaxis se cierra, el poema se blinda, su lenguaje es una fortaleza en la que nos sentimos a salvo, acogidos por una lógica humanamente posible: “Desnudo, / sobre su piel, heridas rojas / como las que marcan la carne / de los melocotones”. Es la otra revolución tecnológica: el ensamblaje de estos versos no es trabajo manual, sino ingeniería de la mente. La técnica de Mas Alcaraz consiste en secuencias de palabras semánticamente neutralizadas, porque no están ahí para significar nada que los diccionarios tengan previsto: son encarnaciones de ideas, pura sustancia conceptual. “Shaktishiva en gaudia amoris” –el poema epicentro– supone el fin de la metáfora por disolución de la enunciación, la conciencia, la distinción entre yo y lo que no soy yo. Es poesía que funciona como el déjà vu, los sueños o el olvido: los llevamos insertos en el hard drive, pero nuestro cerebro no puede explicarlos, ni siquiera comprenderlos, no digamos ya controlarlos: “Si me preguntas por el orden de la memoria te diré que entiende tu dolor”. Reconozcámonos en el verso, permitámosle que modifique nuestra percepción. Conozcamos más, seamos más.
Describir a este niño y esta agua como poesía postsimbolista no es legítimo. Mas Alcaraz no es postnada ni postnadie. Es su propio poeta, una persona literaria sin deudas. Insultante en su superioridad avant la lettre, El niño que bebió agua de brújula construye un mundo hacia dentro, agujero negro que todo lo absorbe: nuestra posición en el espacio-tiempo, la inteligencia subconsciente, la suma de todos nuestros miedos. “Así guío a mis ojos con tus sueños”. Poesía radical de la imaginación volcánica.
Los poetas escriben poesía. Los creadores crean mundos. Para escribir poesía basta saber un idioma y saber escribir. Para crear mundos conviene, además, tener voluntad de dios. Julio Mas Alcaraz (Madrid, 1970) la tiene.
Da vértigo. El niño que bebió agua de brújula no es poesía: es un proceso. Se experimenta ansiedad, fascinación, otros modos de ser humano. No pertenece a la estirpe literaria: comparte ADN con mecanismos artísticos más sensoriales, como la geometría hiperbólica o el cine lírico. Reducir esta poesía a categorías estables, como el irracionalismo o el onirismo, es no leerla en absoluto. Las alucinaciones no son inducidas, sino una decisión de la mente creadora: “respiro pero no logro moverme / si no es un sueño / ni un sueño en el adentro / de un sueño / si a pesar de que luche / no consigo gritar / uno de esos seres deformes / se sienta sobre mí / con una media / en la cabeza / si un olor dulce / a carne cruda”.
Amo de la materia que maneja, Mas Alcaraz gobierna su Niño con mano que no tiembla. Partido en ocho fases más un epílogo (y no sólo), el discurso se abre con el Tiempo 4, porque quien domina el caos puede imponer el orden que se le antoje. Las voces son decenas: Chamán y Hombre, dioses y hombres, animales y hombres, todos coexisten en belicosa paz dentro de este territorio autónomo donde cabe el aire más alto y el mar más profundo, episodios de claustrofobia urbana y la historia universal de la naturaleza virgen.
Poco importa lo lejos que el poeta nos lleve, ni la exultante sensación de sabernos en un bucle del que ni podemos ni queremos salir. Siempre estamos en el mismo punto, es la poesía la que se mueve como los trenes de Einstein. El corazón del poeta es nuestro sitio. “En la mente detenida no existe un lugar del que no forme parte y sea: las cumbres, las piedras, la arena. También soy las orillas. Soy todas esas cosas y todas ellas son yo”. El panteísmo se vuelve ateo: en torno al poeta gira su creación. Nosotros, lectores, sólo somos una criatura más.
Deconstruir el sistema poético de Mas Alcaraz es una utopía a la que nos gusta aspirar: la sintaxis se cierra, el poema se blinda, su lenguaje es una fortaleza en la que nos sentimos a salvo, acogidos por una lógica humanamente posible: “Desnudo, / sobre su piel, heridas rojas / como las que marcan la carne / de los melocotones”. Es la otra revolución tecnológica: el ensamblaje de estos versos no es trabajo manual, sino ingeniería de la mente. La técnica de Mas Alcaraz consiste en secuencias de palabras semánticamente neutralizadas, porque no están ahí para significar nada que los diccionarios tengan previsto: son encarnaciones de ideas, pura sustancia conceptual. “Shaktishiva en gaudia amoris” –el poema epicentro– supone el fin de la metáfora por disolución de la enunciación, la conciencia, la distinción entre yo y lo que no soy yo. Es poesía que funciona como el déjà vu, los sueños o el olvido: los llevamos insertos en el hard drive, pero nuestro cerebro no puede explicarlos, ni siquiera comprenderlos, no digamos ya controlarlos: “Si me preguntas por el orden de la memoria te diré que entiende tu dolor”. Reconozcámonos en el verso, permitámosle que modifique nuestra percepción. Conozcamos más, seamos más.
Describir a este niño y esta agua como poesía postsimbolista no es legítimo. Mas Alcaraz no es postnada ni postnadie. Es su propio poeta, una persona literaria sin deudas. Insultante en su superioridad avant la lettre, El niño que bebió agua de brújula construye un mundo hacia dentro, agujero negro que todo lo absorbe: nuestra posición en el espacio-tiempo, la inteligencia subconsciente, la suma de todos nuestros miedos. “Así guío a mis ojos con tus sueños”. Poesía radical de la imaginación volcánica.
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