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El sentido del destinatario
Por Sofía Castañón
Siempre sabemos a dónde ir. Cómo no saberlo a golpe de Tom Tom, de GPS, de callejero en realidad aumentada. Cómo no saber a qué hora llegaremos a. Cuál es la dirección de. El destino, el destinatario, son más ciertos que nunca, ahora que todos podemos saberlo todo. Otra cosa es entender. Porque tener una dirección no es siempre saber cuál es el sentido. Y hace falta en esto de las indicaciones, o los poemas.
Para Agudo, en 28010, las coordenadas suenan, se organizan, nos ubican, narran. Un timbre, un envío, el sentirse destinatario de. Poco importa el "de". El "de" lo es todo. Importa ser destinatario. Reconocerse en un nombre, en un significante al que una misma significa. Por eso en todo lo que rechazo palpita mi postura; y entre lo que fui y no fui, mis frustraciones; y entre lo que soy y seré, una bandada de verbos, siente la poeta al deletrear su propio nombre, en un ejercicio de identidad que identifica como "Fonética". Bajo este nombre transcurre la primera parte de un poemario centrado en la búsqueda, consciente de lo que eso supone, conocedora la voz poética de la tradición que rodea ese tema, asumiendo los vicios de quien busca con palabras, ganándose el respeto entonces de todos aquellos que andan buscando y casi ni lo saben: Dadme mis letras para recomenzar. Dadme aunque sea un cero, pero uno completo, cuadrado y sin fisuras.
Como pequeños cuentos estáticos configura Marta Agudo 28010. Una sucesión desencadenada por el timbre, porque en la literatura siempre llega alguien. Y con el timbre, anagnórisis. Lo complicado es el reconocimiento propio, la construcción de una identidad, y entenderla. Y más aún, reencontrarla pasado el tiempo, cuando parece que todos los muebles están colocados y "mira, tú, dónde demonios estaba aquella cómoda y qué diantres hace aquí esta estantería". Y en el origen qué fue: ¿el verbo o el nombre? El primero hizo al segundo y éste para afirmarse empleó un procedimiento negativo: si "no planta", si "no perro", si "no ojo"…; expectativa hasta que el adverbio "sí" pudo ser enunciado. Después el resto de partículas: "antes", "hasta", "no obstante", "todavía". Repetición tras repetición para ir creando oraciones: llanura… Las cosas, las casas, los hogares que poco a poco vamos siendo y en los que nos hacemos espacio y de los que nos expulsamos, algunas veces. Condensa Agudo esa evolución de espacio cerrado y a la vez abierto, de paredes y patio de luces. Como si al abrir una ventana el ritmo del vivir se transformase (Cuando llegue patios abandonados, memorias de oscuros exterminios, aunque, paredes adentro, hexágonos de miel).
En este entender quién es el destinatario de la dirección escrita (mucho más allá de un código postal, aunque sí código, siempre código), hay cuatro partes: "Fonética", "Sintaxis", "Geografía" y "Secuencia". Como si las tres primeras glosasen la última, con lo que suena, lo que se ordena y lo que ubica. Los elementos para contar una historia que en el tiempo alberga lo que una magdalena proustiana, esa maldita costumbre que tienen los sabores o el olfato de llevarnos a otro tiempo. Quizás duren estos poemas, en el tiempo físico (que no es necesariamente el más real), lo que dura sostener con las manos un sobre, un paquete, que no unas palabras. En otro hilo de tiempo, sostener esas palabras se dilata, se fragmenta. Dice Agudo: Y si la verdadera patria del hombre es el idioma: las pausas, las curvas, sus ritmos informales, habré de callarme para recomenzar, frotarme las manos hasta que desaparezcan las huellas dactilares y en la explanada abierta de la palma poder sembrar carteles, opúsculos, las cadencias de mi sintaxis o la precocidad de un niño, consciente de ser niño, que muestra sus venas rotundas hacia el aire.
Si hay un motor de avance en 28010 hay, al margen, otro movimiento. Uno que oscila entre un sentimiento crítico (muy libre, en su forma, en sus modos, en su dar pasos con un trazado difuso pero convencido) y un pesimismo leve, que no quiere evitarse, a modo de polvo que se deja ahí con los años. No por mucho madrugar soñarás más certidumbres, dice la voz crítica que ya conoce la certidumbre de lo dislocado.
El vecindario de 28010 recuerda, desde la mirada de la poeta, al universo de José Carlos Fernandes, en la colección gráfica La peor banda del mundo: quienes pasan los días así piensan en el "tiempo" o el "espacio". Si el primero no existe, qué hacer entonces con el segundo. Un niño al que le da miedo el espacio: montes, playas, cosas que esperan y esperan por algo.
Existe, además, un ejercicio de reconstitución (Rebobinar y desdecir la saliva que aquí me trajo), con el que entender que toda ubicación hasta el momento era en sí metáfora. Si has de contar (que es hacer), has de ser (que es ser). Elaborarse, convertirse una en respuesta a su propia cuestión. Marta Agudo desmenuza lo aprendido (y poco se aprende fuera del lenguaje, el dolor, que está ahí, el latir, que va por su cuenta) y lo coloca frente al reflejo de un espejo cuarteado. Lo analiza como se ve el cuerpo de algunos animales en las carnicerías. Más estudio que compasión para encontrar lo que sabe que hay de fondo. Y si existe el miedo, que existe ante la ausencia de certezas, permanece la decisión de que esto es justo lo que hay que hacer: No hay cordillera sin dos ni zanja sin cuerpo vivo.
Porque viva, Marta Agudo se cuenta. Porque libre, se busca.
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