Flexiones antes de un calculado salto al vacío
Por Martín Rodríguez-Gaona
En 1962, la publicación de El juramento de la pista de frontón de John Ashbery supuso un punto de inflexión en la consolidación de las poéticas posmodernas. Su importancia e influencia, sumadas a la lentitud y la controversia con la que esta obra alcanzó dicha categoría, constatan que estamos frente a un libro mítico. La publicación de la versión castellana de este poemario representa un acontecimiento, pues quizás nos acerca al Ashbery más interesante como poeta para poetas, antes de su reiteración retórica —tan incesante como brillante— a partir de mediados de los setenta.
A inicios de una década marcada por grandes cambios, tras Some trees (1957) —quizá el primer libro de poesía más hermoso de la literatura estadounidense desde Harmonium de Wallace Stevens— Ashbery, ya exiliado en Francia, asume el reto de confrontar radicalmente la tradición modernista ( la de Pound, Eliot y sus continuantes como Robert Lowell), mediante el ejercicio de una escritura decididamente experimental. Con importantes vínculos con el estructuralismo, Oulipo y una serie de heterodoxos estadounidenses y franceses, Ashbery desarrolla una escritura que, en lugar de justificarse en su praxis (i.e. en su militancia vanguardista), paradójicamente es empleada para definir los limites de un universo discursivo sui generis. Así, de forma sutil y casi secreta, el poeta logra dos proezas: acotar una serie de temas que repetirá una y otra vez hasta convertirlos en marca de autoría y dar a conocer un libro que está considerado entre los fundadores de la vanguardia no adánica gestada en la segunda mitad del siglo XX.
Enefecto, El juramento de la pista de frontón da un paso mayor hacia la consolidación del desquiciante pastiche lírico de Ashbery. La confluencia del confesionalismo y lo absurdo, la cita culta y la vulgar, lo políticio y los intrascendente, todo está en estas páginas, aunque no por completo cohesionado por la argamasa del Ashbery posterior: la sublimidad de su oído, la maestría de su composción rítmica, tan invisible como precisa, aparece aquí sólo intermitentemente. En este libro Ashbery prefiere lo roto, el sinsentido, una escritura que explora las herencias del surrealismo y dadá para exponer una crisis de referencialidad que pocos intuían en el optimismo de la revuelta social de los sesenta (siguiendo el cuestionamiento se Gertrude Stein, sólo Jack Spicer y John Giorno exploran esta crítica estrictamente textual desde A la manera de Lorca y La máquina de poesía Giorno). Ashbery, en poemas como "Europa" o "Dejando la estación de Atocha", es el estratega aguafiestas que corta con la elocuencia, sea en su versión gentil o contracultural, para fundar otra basada en lo inestable, en el titubeo y la ensoñación.
La edición y la traducción, debidas al esfuerzo de Julio Mas Alcaraz, derrochan aprecio y cuidado, empleando distintos enfoques para aproximarse a un poeta por definición inasible. Los poemas son, ante todo, versiones, y se evita la literalidad ("¿Y qué pasa con la clave? ¿La llave?"). Así, el ensayo introductorio, informado, didáctico y bien estructurado, tiene como acierto no ser exhaustivo, pues la bibliografía sobre Ashbery, en su condición de auténtico clásico viviente, podría ser extenuante. Otro mérito del prólogo está en incidir en la dimensión política de la escritura de Ashbery, un aspecto decisivo en toda su propuesta y que se desarrolla oblicuamente. Esta edición se complementa con una amena e inteligente entrevista que retrata al poeta como un personaje agudo, ligero y amablemente distante, que expone sus conexiones con otras artes como la música y el cine. El libro cierra con una lectura de Jordi Doce que es una exposición, a manera de parábola, sobre el estilo y la trayectoria de John Ashbery.
Después de la publicación de Pirografía en 2003 (una selección panorámica de los diez primeros poemarios, de 1957 a 1985) y Tres poemas en 2005 (quizá el texto más extenso y contundente de su propuesta, de 1973), además de otros siete títulos individuales, se puede afirmar que John Ashbery es el poeta de lengua inglesa vivo más influyente en la nueva poesía de nuestro idioma. Esto responde, ante todo, a la seducción de su lenguaje pero, cabría preguntarse si la superación de la pugna entre conocimiento y comunicación, que marcó la poesía española de fin de siglo, es el único motivo tras este hecho. ¿Podría ser que la consagración de John Ashbery, al sentar escuela, suponga la instrumentalización de un lenguaje de incertidumbres para mantener el statu quo? En todo caso, más allá de las usurpaciones y las mutaciones, de las acciones reparadoras o normalizadoras ante un tiempo de crisis, la poesía de John Ashbery encarna los riesgos, las posibilidades y las limitaciones de lo posmoderno y, por lo mismo, El juramento de la pista de frontón es una gran herramienta para quienes pretendan efectuar continuos y calculados saltos al vacío.
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Revista Piedra del Molino, n.º 14, primavera de 2011
Ashbery: un lírico collage
Por Beatriz Villacañas
A finales de los años cincuenta, un joven poeta americano, atrincherado en las vanguardias parisinas, preparaba ya munición para llevar a cabo un asalto poético. Neoyorquino, parecía también querer mostrar que la manera menos engañosa de percibir Nueva York y, desde ahí, América, era desde el otro lado del Atlántico. Con el Premio de Yale para Jóvenes Poetas a sus espaldas y la influencia de Auden, entre otras voces anglófonas, mñas el apoyo prácticamente incondicional de sus amigos de la "New York School", John Ashbery publica The Tennis Court Oath / El juramento de la pista de frontón (desde ahora JPF) en 1962. Ya el título semeja una declaración de intenciones. El cuadro inacabado de Jacques-Louis David, Le serment du jeu de paume, es aquí presencia textual y simbólica que no puede sino traer a la memoria aquel juramento de los diputados franceses, pistoletazo de salida de la Revolución Francesa. Sea o no declaración de intenciones, es evidente la relación entre el acontecimiento histórico plasmado en el cuadro y el punto de arranque de un libro que, enfrentado a la tradición, hace de este enfrentamiento principio y procedimiento. Lo que nos trae de nuevo a las vanguardias.
Imposible desligar JPF del surrealismo y del expresionismo pictórico. Ambos son no sólo influencia sino articulación misma de las pinceladas con las que Ashbery traslada la pintura y el cuestionamiento de lo real al lenguaje poético, evidenciando a su vez influencias de poetas franceses como Pierre Reverdy y Rsaymond Roussel. Es, por tanto, JPF un libro radicalmente experimental. Esta experimentación y su radicalidad se fundamentan en la propia sustancia del experimento, pues éste aparece como entidad matriz desde la que puede fundarse la realidad misma, una realidad que no se presenta ya como objeto de observación y de sentido, sino como construcción lingüística. "Construcción" es palabra clave respecto a JPF, pues aquí el andamiaje verbal es el poema. Ashbery evidencia preocupaciones filosóficas y políticas, pero su conocimiento en ambos ámbitos se manifiesta más que como idea, como forma.
Podría decir que aquí la forma es la idea. Que la sintaxis, forzada en sus límites, desestructurada y reconstruida por Ashbery, es lo que hace cada poema. Así, una composición como "Cuánto tiempo más podré habitar el sepulcro divino" es, más que su evidente raíz platónica y bíblica, un largo retazo experimental, una representación fragmentada y múltiple de una realidad que se presenta precisamente así, fragmentada y múltiple y sin sentido específico. Del mismo modo, poemas como "Europa", "América", "Fausto" o "Saliendo de la Estación de Atocha" son formas de realidad múltiple y contradictoria más que referencias unitarias de carácter geográfico, político o literario.
Lo onírico. lo sensual, la visión crítica, la reflexión, el amor, el sexo, son piezas de un collage que reta a lo unívoco. No se trata, desde luego, de misterio, nada hay parecido a los poemas de Emily Dickinson, contundentes manifestaciones del enigma, que, en sí mismo, es un significado, sino del rechazo al significado mismo, de su no reconocimiento como entidad posible, siquiera necesaria. En esto, Ashbery aparece como el poeta de la posmodernidad. Aunque su vanguardia, como toda vanguardia, haya terminado siendo la de ayer, JPF ha sido, y sigue siendo, sustento del cuestionamiento posmoderno de lo real y de la tradición basada en verle y darle a lo real un sentido. JPF y los libros posteriores vendrían a ser imagen especular de la fragmentación y la multiplicidad posmodernas, de la coexistencia de elementos y discursos dispares, de la desaparición de rangos estéticos. Ashbery ya no es un poeta contracorriente, sino un poeta en el que esta épica se contempla.
Excelente la edición bilingüe de Calambur en la que hay que destacar una traducción y una introducción, asimismo excelentes, de Julio Mas Alcaraz. El exquisito cuidado puesto es éstas se completa con una ilustrativa entrevista a John Ashbery y con unas más que oportunas notas, todo obra de Julio Mas Alcaraz. La edición se cierra con un brillante epílogo de Jordi Doce.
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