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Por José Luis Gómez Toré
Si la aventura juanramoniana persigue una transfiguración de todo lo real en poesía a través de la conciencia lírica, la escritura de Moga, una vez revelado lo quimérico de la meta del poeta de Moguer (y de poéticas similares), opta por el camino opuesto: no purificar la experiencia mediante su idealización, sino dejar que la poesía se contamine con la huella de todos los lenguajes, de todas las vivencias, incluso aquellas que ciertos tópicos no arrumbados del todo consideran antipoéticas (habrá todavía quien tache de prosaísmo el aparente impudor con el que el poeta habla de la masturbación o del acto de defecar). La elección de la prosa (una prosa que conserva toda la tensión y la exigencia de la escritura en verso) no resulta en este sentido casual. El doble cauce elegido, el de la prosa y el del diario poético (en absoluto, sistemático, pues voluntariamente se renuncia a una temporalización precisa), implica optar por una escritura libre, por un espacio textual no delimitado previamente, en el que cabe toda la prosa del mundo. Y quizá no esté de más recordar el origen hegeliano de esta última expresión, ya que la estética de Hegel señala como uno de los caminos para ese después en el que todavía vivimos, que supone la muerte del arte como absoluto, la recreación artística de lo contingente y azaroso de la existencia. En palabras de Moga, se trata de “impregnar la realidad de palabra, y la palabra de realidad; arrancar poesía de lo anodino, de lo incomprensible, de lo abyecto; y hacerlo siempre en la espinosa intemperie del enunciado”. Esta voluntad explícita de impureza emparenta Bajo la piel, los días con obras recientemente aparecidas como Estancia de Sergio Gaspar, compañero de aventuras editoriales de Moga y que aparece citado en estas páginas.
Por otra parte, la presencia del azar y de las asociaciones libres que convierten el monólogo lírico a menudo en un flujo de conciencia, así como esa voluntad de impregnar todo de poesía, evocan por momentos la aventura surrealista. Sin embargo, no encontraremos aquí la pretensión mesiánica de que el arte sea capaz de transformar el mundo como tampoco el autor traspasa, aunque sí bordea en ocasiones, la arriesgada línea de la escritura automática. Con todo, hay al mismo tiempo un esfuerzo por poner entre paréntesis la intencionalidad del decir literario, abriendo el discurso al papel del azar en la propia vida y en la propia escritura: “Mi primer impulso es suprimir la repetición, pero decido respetarla: ¿por qué debería ocultar que el poema versa sobre el acto de escribir, es decir, que no tengo nada que decir sino lo que digo? ¿Por qué erradicar las redundancias, los pleonasmos, los tartamudeos, como si fuera un deber higiénico, si la reiteración nos define: palpitamos, balbuceamos, ardemos?”.
La presencia de lo testimonial se orienta en este libro (y en este sentido no resulta ocioso nombrar al ya citado Gaspar o a Bukowski, a quien Moga ha traducido) más hacia lo que se ha denominado realismo sucio que a la llamada poesía de la experiencia (es significativo, al respecto, el escaso entusiasmo que le provoca Gil de Biedma, uno de los referentes de dicha poética). Y no obstante, el poeta no deja de mostrar, en este mismo libro, sus reticencias frente al realismo sucio como escuela, como frente a todo intento por parte de cualquier estética de erigirse en escuela u ortodoxia poética. Por eso, Moga simplemente obvia la absurda oposición, que se dio en ciertas zonas de nuestra historia literaria reciente, entre poetización de la experiencia y extrañamiento del lenguaje. El protagonismo de la escritura es aquí absoluto, hasta el punto de que el yo, presentado sin asomo alguno de idealización, se convierte en un extraño para la propia voz que habla, desde la conciencia de un sujeto que es menos el amo del discurso que aquello que es hablado por la lengua, la encrucijada de múltiples lenguajes. Evidentemente, no estamos ante un diario al uso, pues el yo cede el primer puesto a la escritura (tal vez porque sólo el acto de escribir otorga una precaria ilusión de unidad al sujeto): “Quiero empujar al poema, pero el poema opone el peso de su inexistencia. Es un peso poderoso, difícil de trasegar. Recurro a lo ajeno al poema: a mí, que lo urge a abandonar su condición de objeto nonato; o a su propio hacerse: al silencio que lo enloda, al troquel de su vacío. El poema no ha de contener nada, salvo su propio aliento”.
Junto al protagonismo del lenguaje, hay que señalar el del cuerpo, presencia obsesiva que, como el habla, hace oscilar al yo lírico entre la identificación y el extrañamiento. El yo es antes que nada un cuerpo que habla, pero precisamente porque es conciencia y lenguaje, el cuerpo que se es se convierte también en una figura enigmática, desde la dimensión especular que introduce la palabra. Los textos de este libro, atravesados de una aguda conciencia temporal, nos sitúan una y otra vez ante la experiencia del despojamiento que supone el simple correr de los días. Y sin embargo, ni la mirada desencantada del poeta ni el caótico paisaje de la existencia borran la seducción poética de una escritura, que sin idealizaciones ni falsas componendas, no renuncia a decir lo vivido, y en ese decir, afirma su precaria verdad: “Y sobrevivo, fugazmente, en la duda y la alegría”.
http://www.koult.es/2010/10/eduardo-moga-bajo-la-piel-los-dias/
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