miércoles, 9 de diciembre de 2009

Reseña: La casa roja, de Juan Carlos Mestre

Proclama del vértigo: La casa roja

Miguel Ángel Muñoz Sanjuán

ÍNSULA, n.º 756, diciembre 2009. Páginas 31,32 y 33.

Cuando en mayo de 2008 vio la luz La casa roja, hasta entonces el último de los poemarios de Juan Carlos Mestre, de nuevo se cumplió la ley que rige todos sus libros, la originalidad, tanto respecto de su propia obra como de la de sus coetáneos. Este riesgo, tan buscado como asumido, ha hecho posible que La casa roja no sea solamente lo que es, un gran libro, sino que también sea el libro gracias al cuál le ha sido concedido a Juan Carlos Mestre el Premio Nacional de Poesía 2009.

Para entender la dimensión real de lo que representa La casa roja en la trayectoria poética de Juan Carlos Mestre y en la poesía moderna española, no basta con analizarla o degustarla por separado, exenta de otras circunstancias que suponen claves indispensables para una interpretación más exacta y completa. Quizá, la primera y principal circunstancia que se ha de tener en cuenta es que La casa roja es el libro inmediatamente posterior a La tumba de Keats, obra que Mestre escribió durante su estancia como becario de la Academia de España en Roma y con la que obtuvo el Premio Jaén de Poesía en 1999. Dicho así, no significaría nada extraordinario la aparición de La casa roja, salvo que se suscribiese la opinión más generalizada entre sus lectores, y un amplio coro de críticos y poetas, que consideran La tumba de Keats su obra cimera y una de las obras fundamentales de la poesía española de las últimas décadas del siglo XX.

Este privilegio se sustentaba en que con este extenso libro de estilo monologante, Mestre, sirviéndose de un ritmo vertiginoso y unitario carácter versicular, había superado en mucho su ya conocida exuberancia lingüística con una riqueza verbal y metafórica deslumbrante, creando una obra fuera de lo común en poesía. Por todo ello, es fácil imaginar que para el propio Mestre su anterior libro supusiera un primer reto estilístico que había que superar durante la gestación de su nueva obra. Y Mestre una vez más lo consigue, nos ofrece con La casa roja una apasionante lección de cómo —para un poeta— el verdadero logro que supone poseer su rica concepción lingüística es saber en qué y cómo utilizar esos recursos para renovar y enriquecer su propia trayectoria.

En La casa roja, Mestre ha dejado remarcada la huella de aquel que con su pisada da un paso de conciencia universal, haciendo de su zancada un ejercicio que se desapega de la «huella» de la identidad personal para constituirse en testigo de la identificación con los otros. Y ello lo lleva a cabo a través de esa simbiosis particular que ejercen en él una estética reconocedora de las vanguardias históricas y un espíritu rebelde, cuyas revelaciones lo hermanan con el romanticismo más tardío y el simbolismo.

La casa roja nos ofrece una reformulación del culturalismo mestriano, con esas reflexiones y evocaciones que tanto amplían el contexto de lo que nos transmite pero con la poderosísima plasmación de una actitud de resistencia intelectual frente a la hostilidad que representan los mercados culturales al uso y que Mestre lo ejercita desde una visión de esperanza colectiva, donde la libertad es el motor del alma y la inteligencia crítica, una actitud reflexiva de la acción poética ante los múltiples poderes nocivos de presión social que acechan al hombre moderno; porque lo que ante todo busca la poesía de Mestre es la sensibilidad de un lector con clara conciencia de lo que supone para la inteligencia humana el ser consciente de sí misma a través del análisis crítico de sus propias emociones. En Mestre, razón y emoción se reclaman por igual, porque la experiencia poética para él es un acto de voluntad libre por y para llegar al conocimiento con el que poder nombrar —contraviniendo al propio Wittgenstein— incluso aquello que no conocemos o aquello para lo que no tenemos palabras. Por ello, para Mestre el poeta siempre tiene que ser un disidente, porque el discurso del poder no puede correr paralelo al discurso intelectual. Y esa disidencia se articula en La casa roja desde dos ejes: uno, empapando sus textos de una actitud irónica y sarcástica, con una carga de aparente abandono o transmutación del dolor por la herida que, abierta, ironiza sobre la necesidad de su propio dolor, lo que a su vez le permite ampliar su sentido crítico hasta los aspectos más nimios de la vida cotidiana; el otro eje se centra en la facultad de proyectar una portentosa agilidad rítmica en la narración poética de su poesía en prosa, que, aunque ya nos era conocida, en nada lo es comparable con la precisión de la palabra poética que se proyecta en este libro. Como el propio Mestre acostumbra a decir: «La poesía no tiene gramática, sino conciencia de fracaso y una rotunda voluntad de resistencia», en La casa roja esta indagación le ha llevado a crear desde esa conciencia de la propia voluntad de resistencia un libro totalmente independiente de ese hipotético y peligroso campo magnético de atracción que podría haber representado La tumba de Keats.

Para alguien que dice «vivir en la poesía» como si se tratase de una «casa sin puertas de la que todos somos huéspedes momentáneos», La casa roja es un auténtico crisol de experiencias, un vecindario que confirma muchas de las constantes características mestrianas, entre las que cabe destacar la sobrecogedora utilización del lenguaje, que al reformularlo logra modular una riquísima variedad de tonos y estilos que le permiten verbalizar la realidad que nos circunda pero desde una paradójica ausencia de esa misma realidad.

La casa roja es un libro recorrido por un gran sentido crítico de la sociedad, donde una amplia galería de voces se dirigen a nosotros desde un ensoñado lugar para mostrarnos la realidad desde la misma realidad que su propia entidad logra transmitirnos. Poemas como "Asamblea", donde se exclama: «Queridos compañeros carpinteros y ebanistas, / les traigo el saludo solidario de los metafísicos», o en "Alocución en la academia de los botones chapados", que comienza diciendo «Sastres y compatriotas: Ya lo dijo el marxismo: lo más parecido a lo igual es casi siempre lo mismo», o en "Pequeña conferencia", donde el conferenciante proclama «Señoras y señores: cuando yo comencé a escribir ustedes no habían nacido. / El tema es más complicado de lo que a simple vista parece», o en "Póliza" donde se reivindica «Señor Fiscal del Distrito: No trate de persuadirnos. Detrás de esta puerta los inquilinos nos hicimos fuertes en la refriega contra la subida de tasas», y en otros muchos casos, todos ellos ejemplos de un discurso irónico a través del cual Mestre sentencia su crítico enfrentamiento a todas las oficialidades, bien sean sociales, políticas o culturales.

Al igual que en el resto de su obra, con La casa roja Mestre da cuenta de sus afinidades con otras obras y escritores por medio de citas o dedicatorias. Recorriendo sus poemas se puede elaborar una amplia lista de guiños, tan públicos como secretos, a esos otros compañeros del proyecto vitalista que para Mestre encarna la poesía, nombres con los que el poeta nos confiesa sus predilecciones. Así, desde la primera página, que se abre con una cita de Walt Whitman, se despliega una extensa nómina que se inicia con unos versos de José-Miguel Ullán en el primer poema, hasta llegar a René Crevel y Pierre Reverdy, los últimos nombrados antes de dar por concluido el libro. Citas y citados que no son mera decoración, sino todo lo contrario, pues Mestre los integra en el texto haciéndolos verdaderos protagonistas de lo ahí dicho. Esta disposición al conocimiento de lo que representan «los otros» es lo que Mestre transmite a través de un vitalista personaje poemático que nos narrará maravillosos poemas como los titulados "Historia secreta de la poesía", en el que se nos acerca al poeta turco Ilhan Berk y donde nos dice «Al octavo día los poetas despreciaron la serpiente, Ilhan Berk añadió entonces una torre al Mar de Galilea, el ciervo fue al mercado, la luz afiló su noticia en las columnas», o en ese otro, "El mensajero de los astros", donde oiremos estas últimas palabras a manera de exclamativa confesión «Y sin embargo yo, Galileo Galilei, músico por vocación, he oído las moscas de la eternidad alrededor de cuanto aún es posible contar con los dedos», o ese otro poema titulado "A la memoria de Joseph", donde nos dice, con cierto grado de socarrona y corrosiva confidencialidad, «Tomé café con Brodsky en un bar del Gianicolo / Yo no sabía inglés, él no hablaba la lengua de Cervantes / Mecachis en la mar apenas nos pudimos entender».

Como se podrá observar, en la poesía de Mestre, si algo está excluido es la falta de imaginación, pero ello no debe de entenderse como ese sentido inútil que algunas veces se empareja con la fantasía como ejercicio de desprecio contra la realidad, sino todo lo contrario, como la aceptación del concepto entendida como ese grado superior de la imaginación en cuanto atiende a la capacidad que se tiene de inventar o reproducir algo. Por ello, a lo largo de todo el libro se deja constancia de una abrumadora capacidad de inventiva para extraer el jugo poético de los más dispares contextos sirviéndose a su vez de una amplia gama de estilos discursivos, lo que origina propuestas que se sirven tanto del modelo de las tradicionales cancioncillas infantiles, como en "Canción del after-shave", para evocar ese canturreo matutino mientras alguien se afeita y tararea «las te de mi vecí son tan boní como la primavé», hasta el entrañable "Ta Tung", nota en la que a partir de un romántico flechazo, ahora tornado en ruptura, muestran a un desengañado amante diciendo «El día que me enamoré de ti comenzaba el año del gato / Y las nubes maullaban sobre los tejados / Celebrando la lluvia de estrellas y la cosecha de arroz», pasando por ese otro poema titulado "Calendario de Sísifo", en el que sirviéndose de unas anotaciones con espíritu taquigráfico, ironiza sobre el modelo de pareja tradicional ofreciendo variantes sobre cómo se puede llegar a entender, o esos otros textos, todos ellos desafiantes para el más clásico lector de poesía, y únicamente deseosos de empatizar con ese otro inteligente y versátil lector de poesía a través de títulos como "Retrato del listo", sobre el que no desvelaré nada, "Cibercafé", que nos cuenta la satisfacción de observar un encuentro de amor, "Informe sobre el orden público", donde se nos informa de todo aquello que acontece cada cuarto de hora, y como botón de muestra lo que sigue: «Cada cuarto de hora una metáfora cae en el cubo Cada cuarto de hora bosteza el sistema decimal [...] Cada cuarto de hora el infinito se cambia la raya del pelo», o "Telegrama a la engañifa", desternillante telegrama en el que alguien se enfrenta a la dura decisión de aceptar y confirmar la concesión de un premio.

Como es sobradamente sabido, el poema en prosa es una de las grandes aportaciones que nos dio el siglo XIX de la mano de Aloysius Bertrand con su Gaspard de la nuit, y que posteriormente fijaron y desarrollaron tanto Charles Baudelaire con su Spleen de París, como Arthur Rimbaud con sus Iluminaciones y Una temporada en el Infierno. Y en relación con esta órbita estética y de pensamiento, algo que —en el caso concreto de La casa roja— adquiere una significación especial, porque, aunque con el espíritu de Rimbaud, Mestre ha conseguido con La casa roja lo que Baudelaire realizó respecto de la obra de Aloysius Bertrand, y esto es un desarrollo y una nueva interpretación de lo que damos en llamar desde entonces poesía en prosa. Así pues, no es de extrañar que, a diferencia de sus anteriores libros, en La casa roja se desarrolle una mirada poética que lo empareja, tanto estilística como emocionalmente, con estos autores, todos ellos espíritus controvertidos en su tiempo pero constructores y trazadores de nuevos caminos para la poesía, y esto es algo sustancial, porque la poesía de Juan Carlos Mestre es una obra proyectada al y en el futuro, pues su experiencia poética es su única realidad, y como tal nos lleva sin ocultaciones a mostrarnos sus pálpitos aunque sin ánimo de mímesis. Así, es en La casa roja donde Rimbaud gravita de manera más explícita y profunda, desde sus Iluminaciones —libro cuyo título alude a la técnica de dar color a los grabados impresos y que de seguro en mucho empatizará con Mestre, como artista gráfico que es—, pasando por "Eclipse con Rimbaud" o "Veinte euros de calabaza"; pero ello no debe en absoluto desviar la atención de los anteriormente citados, sobre todo Baudelaire.

El diálogo que mantiene en gran medida La casa roja comunica directamente con el espíritu que iniciase Aloysius Bertrand y que Charles Baudelaire supo reconocer inmediatamente, como él mismo hizo saber a su editor diciéndole «¿Quién de nosotros no soñó, en sus días de ambición, con el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y lo bastante dura como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia?»1.

Mestre parece emerger en La casa roja, salvando las diferencias naturales, con la necesidad de aclamar las conciencias de la sociedad y proclamar sus emociones con la libertad que supone buscar qué es la poesía y no tener ningún límite que lo determine, solamente condicionado por otra realidad que él mismo así define: «Yo no escribo lo que quiero, sino lo que puedo, aquello que a pesar de lo previsto me conduce a lo irremediable. De qué pretensión, desde qué sabiduría o ignorancia, de cuál saber procede entonces la necesidad estética del poeta. Cada cual de la suya, única en la república de su intransferible conciencia, cada uno de su extrema soledad, sólo en su vínculo con la pluralidad compleja, la tribu de ciudadanos libres dispuestos a ejercer el derecho a estar en desacuerdo entre sí. Más aún, de aquellos que conscientemente han renunciado a ejercer todo derecho que implique alguna forma de autoridad artística sobre los demás»2.

La poesía encierra sobre sí misma, y a su vez proyecta al exterior, ese secreto germen ancestral que la identifica y la hace representativa de una suerte de diálogo que se prolonga a lo largo de los tiempos, incluso entre quienes no llegaron a conocerse, manteniendo su carga significativa y significante totalmente activa. Esta capacidad de dialogación junto a los interrogantes que planteaba —y continúa planteando— la función del poeta en la moderna sociedad occidental es lo que llevó al filósofo Hans-Georg Gadamer a preguntarse si la figura del poeta aún hoy tenía un cometido que cumplir en nuestra civilización, o si por el contrario lo que estábamos haciendo, nosotros y nuestras sociedades, era evadirnos al continuar considerando al arte en general, y a la poesía en particular, como una «parte integral del ser humano».

Cuando uno se enfrenta a estas jugosas cuestiones, tener la oportunidad de referirse a La casa roja, último poemario de Juan Carlos Mestre editado por Calambur, es toda una revelación y la posibilidad de culminar las reflexiones de Gadamer con la experiencia que proporciona este magnífico libro, ejemplo de cómo la voz de la poesía habita donde aprende a hablar el corazón de los hombres.

1 Charles Baudelaire, El spleen de París. Edición de Manuel Neila. Ediciones Espuela de Plata. Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, 2009.
2 R. Casado, José Mª: Fundación Caja de Granada (10 de diciembre de 1999).

2 comentarios:

angel dijo...

Genial la descripción de la caja roja, yo no poseo conocimientos literarios ni formación adecuada a ello, pero leer este libro me hace entrar en un vértigo emocional de personajes y situaciones q en mis medios dias de rocas y sol en mi acantilado de La Cala del Moral (málaga), hacen de mi ,alguien sumergido en la conciencia de todos y sobre todo de mi yo anàrquico, muchas gracias por elevar la poesia al olimpo de los NADIE.

Anónimo dijo...

Excelente crítica del poeta Muñoz Sanjuán: resume el humor, la ironía y la resistencia moral de la poesía de Mestre. Enhorabuena.