La lectura de Las rosas de la carne nos deja tres huellas que continúan actuando dentro de nosotros una vez cerrado el libro: una huella sensitiva en su doble significado de lo táctil (léase piel, prolongada en atmósfera) y lo emocional; otra reflexiva, que nos induce a interrogarnos sobre el misterio de la existencia, donde cobran cuerpo, todo lo tiene en la poesía de Manuel Francisco Reina, el deseo, el goce, la memoria, el olvido, la pérdida, la búsqueda del amor, tan emparentado con la muerte, la eternidad de algunos instantes, la renuncia, la belleza no sólo relámpago, sino tensión anímica, estado de conciencia, y el engaño, tan presente en este libro, fecundador de la duda y la incertidumbre, noche y herida del corazón. Y una tercera huella, además de la sensitiva y la reflexiva, la del lenguaje, fundado en la mejor tradición literaria: que posee el diamante y la tormenta del barroco; la serenidad ,arquitectura y armonía de lo clásico y la cosmovisión aleixandrina. Un lenguaje en el que la rosa es un símbolo tan encarnado en el ser que se transubstancia en éste, de modo que lo humano transpira en ella y, a la vez, su fulgor, su fragilidad , su núbil perfección y su capacidad para hacer visible lo invisible se convierten en atributos del ser. Rosa terrenal por la que respira lo absoluto. Tres huellas nos deja la lectura de Las rosas de la carne que se compendian en una palabra: celebración. Celebración de la carne, que lo es también del espíritu, pues sólo se puede llegar al alma a través del cuerpo. Celebración de la plenitud (que entraña en la misma taquicardia dolor, alegría, encuentro y separación) y de la maravilla. Celebración nada solipsista, nacida de un impulso genesíaco hacia el otro, de un acoplamiento al latido total de la vida.
El libro está encabezado por un poema en el que existe esa “Celebración de la carne”, y dividido en tres partes que mantienen una unidad de sentido en las que, progresivamente, la rosa , desde su esencia y propiedades, va viviseccionando el comportamiento humano, integrándolo mediante natural correlato en un ámbito superior donde sentimientos, ideas y deseos arden desnudos, y desvaneciendo su figura con tantas radiaciones en el rostro de la vida para así iluminarla mejor. El título de cada una de las secciones se corresponde con lo expresado: “Naturaleza de la rosa”, “Las rosas de la carne (No os engañen las rosas)” y “Exhumaciones”. Doce poemas integran la primera sección, “La naturaleza de la rosa”, en donde ésta brilla exenta, dispuesta a sucesivas encarnaciones, de ahí su equívoca natura: Equívoca natura de las rosas —escribe Manuel Francisco Reina—que ajenas nos confunden los sentidos:/ no son más pétalos que piel o carne;/ no son menos labios que tallo o polen;/ Por eso nos embriagan sin saberlo,/ con punzada carnal de aguda espina,/ que nos lleva a poseerlas sin remedio/ con ese fiero afán de un cuerpo por otro cuerpo. El deseo sustenta sus raíces, /y es la voz del instinto quien nos llama. /Esa es la razón que desenfrena/ el impulso a tomarla en nuestras manos/ y aplastarlas con ansia enfebrecida,/ gozarlas con final de ardor doncello/ y pulsión de locura muy confusa. Rosa exenta concebida por el doble soplo de lo eterno mortal, mitad —dice el poeta— de barro ensangrentado/ mitad de etérea lágrima divina. Rosa que no necesita nombre, pues en su bautismo se marchita, como el primer beso: Los besos temerosos y primeros/ que un día se marchitan y se espinan,/ y escapan para siempre y luego nunca/ recuerdas al besar la nueva herida. Rosa sin nombre, que es ya beso, rosa-peligro al transformarse en boca: El peligro de las rosas es que nunca sabes/si eres tú quien besas su boca/ o su boca a ti te besa Versos que encuentran su verdadero significado según avanzamos en el poema: Cuidado con los incautos/ que se pierden entre rosas./ Nunca sabrán si es que besan/ o son besados (ya olvidamos la rosa) Rosa creadora de conciencia del final desde su propio destino: Vas buscando tu final, rosa, y no lo sabes,/ cada vez que te abres al abismo/ de una hora más de desmesura/ que es florecer sin más contra tu tiempo./ Inconsciente despliegas a la muerte tus pétalos/como una copa de aroma a la podredumbre. Rosa, alma exhalada de una mujer, la madre de Manuel Francisco Reina, que el lector siente como un pulso en uno de los poemas más emocionantes y bellos del libro.En la segunda parte del poemario, la más extensa, formada por veinte poemas y titulada, como dijimos, “Las rosas de la carne (No os engañen las rosas)”, todo sucede en el cuerpo, donde se libran todas las batallas y se escucha el misterio de la creación, revelado a través de imágenes con la visualidad y la esencialidad de lo mitológico; donde el deseo en suma libertad y sin culpa nunca la calma encuentra en su búsqueda y conquista de un ser. Su trastorno, no transitorio, tiene en la boca su paraíso y abismo, el tacto floreciente anunciado por la mirada; todo sucede en el cuerpo en el que ,no separado del deseo, amanece sin tiempo el amor, con sus espinas de engaño, sus tempestades, que nos destruye o resucita, que dorado también germina en la renuncia, y nos inviste de un poder divino. Amor o muerte, pues la muerte encuentra en él su último sentido. Metafísica del cuerpo, indagación en las verdades últimas son estos poemas de Manuel Francisco Reina. Y ello sin que dejen de abrirse los labios de la piel, ni cese el cuerpo de trasminar. Trasminación o alma, por eso el tacto es purificación. Escribe el poeta: Porque tengo en mis dedos aroma de tu sexo,/ y por mi piel las marcas de quien ha sido ungido/por la boca erudita y las manos muy santas/ de quien se entrega al deseo sin mancha y sin culpa./ Por eso me siento pleno y bendito;/ cumplido en la tierra como la rosa/ que otorga sus pétalos y su vida,/ y con su entrega consigue ser purificado,/dándole sentido hasta a su muerte.
Finalmente, en la tercera parte de Las rosas de la carne, “Exhumaciones”, la memoria y la pérdida, fiel a su título, son el tejido principal de los catorce poemas que la forman. Los ojos del poeta miran lo vivido y se desvelan con sombras reconocibles, con tantos seres amados, con tantos silencios poblados que perdieron su respiración. Manuel Francisco Reina “sin anestesia ,con idéntico frío del forense, pasa el metálico escalpelo por la memoria”, como dice en uno de sus poemas, y traza una biografía incompleta (por lo que no pudo quedar para siempre escrito) caracterizada por el diálogo con el amante a través de unos sonetos con la luz interior del Renacimiento (Tendrás que hacer verdad presunto cielo/ y hacer de tus mentiras las más bellas/ razones de decir que amor nos cura, atravesada por las brasas del olvido y por la conciencia asimismo de que la muerte no podrá con el amor ni con la belleza. Más allá de la muerte lo amado seguirá alentando —cito ahora al poeta— con los labios y voces de los otros. Reflexión y emoción conviven dentro de la misma carnalidad en esta labor de “rescate” realizada por el autor ,en la que no se renuncia a lo absoluto, a la primordial rosa última, y por eso no se agota la posibilidad de resurrección en un cuerpo, siempre uno con el alma: Y entonces tu llegaste como un pájaro incauto./ Entraste en mi casa confiado y sereno/ como nuevo presagio de fortuna y de dicha,/ y me brotaron yemas en las ramas marchitas,/ y en mis manos anidaron de nuevo las tórtolas/ y rosa resurrecta de amor quemando el labio.
Las rosas de la carne, de Manuel Francisco Reina no termina en el territorio limitado del libro, sino que es un horizonte de belleza, amor y goce donde todos en algún momento sentiremos la iluminación de la carne, y despertaremos la rosa todavía sin nombre para que crezca en nuestro jardín más secreto.
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