Por José Ramón Martín Largo
La República Cultural, 9/12/2014
El pasado mes de mayo se dirigió al Parlamento escocés un llamamiento, incluido en las medidas que se vienen tomando en esa nación a fin de preservar su memoria histórica. La iniciativa, obra de la escritora Jess Smith, ha sido aprobada, y a finales de septiembre un comité parlamentario la remitió al gobierno. Smith, y muchos escoceses que han suscrito la petición, reclaman que se garantice la protección y la restauración del llamado “Heart of Quartz”, un corazón de piedras de cuarzo que se encuentra en un paraje agreste, cerca de Loch Fyne, en el condado de Argyll, en la costa occidental de Escocia. Este sencillo monumento, que ya en una ocasión no fue admitido por el organismo público Historic Scotland, “por no cumplir con los criterios requeridos para catalogarlo como de importancia nacional”, es conocido popularmente como “The Tinker’s Heart”, y durante siglos fue el lugar preferido de aquella comarca para la celebración de bodas gitanas.
No se sabe con seguridad cuándo arribó este pueblo a las tierras de Escocia. En un documento de 1505, durante el reinado de Jaime IV, consta que unos “egipcios” llegados a Stirling recibieron un pago como compensación a algún entretenimiento que ofrecieron al rey, del que se sabe que era muy aficionado a la música, a los disfraces y a escuchar narraciones. Mucho antes de esta evidencia escrita, sin embargo, existían ya clanes de una población nómada que recorría Irlanda y Escocia. Ello explica que el término con el que se los designa, travellers (viajeros), englobe también a una comunidad celta o pre-céltica que ya era reconocida en la época de la invasión romana. Según algunos estudios recientes, una población autóctona de herreros nómadas que gozó de una alta posición social y que después fue decayendo, convirtiéndose sus miembros en vendedores ambulantes y charlatanes, se mezcló con una etnia procedente del norte de la India, la cual atravesó Egipto y el Este de Europa, y que es la antecesora de los gitanos europeos. Fruto de dicho mestizaje son los tinkers (hojalateros).
El músico escocés Martyn Bennet, prematuramente fallecido en 2005, escribió acerca de su encuentro, siendo niño, con los travellers, los cantantes gaélicos, los cuentacuentos y los bardos que frecuentaban las fiestas populares. Y escribió: “Los orígenes de los gitanos escoceses son tan esquivos como fascinantes. Su vibrante cultura, modo de vida nómada y fuertes lazos familiares son parte de una tradición en la que muchos de nosotros podemos encontrar nuestras raíces”. Unas raíces que en las Islas, como en el Continente, fueron marcadas por el acoso y la persecución. El rey Enrique VIII prohibió la entrada de los gitanos en Inglaterra y mandó deportar a los que ya vivían allí. La medida no tuvo mucho efecto, y más tarde se aprobó la Ley de los Egipcios, en virtud de la cual los gitanos fueron condenados a muerte. La última ejecución registrada en las crónicas es la de una gitana en la década de 1650, un período en el que los gitanos isleños estaban siendo deportados masivamente a América. Hoy en día los gitanos están reconocidos por el gobierno escocés como una minoría étnica bajo la Ley de Relaciones Raciales de 1976.
Son pocas las familias gitanas que hoy conservan el nomadismo. Algunas viajan sólo durante una parte del año, y otras viven en casas de ladrillo y mortero. Mantienen vivos oficios como la cestería o la fabricación y reparación de utensilios de cocina, actividades que alternan con el cambalache. Los más prósperos son tratantes de ganado. La mayoría, sin embargo, ha sido asimilada por la sociedad dominante, lo que no impide que mantenga un acusado sentido de su identidad cultural. Muchos de los conflictos que todavía existen entre los blancos y los gitanos se derivan del escaso valor que estos conceden a la educación formal, y que compensan con otros procedimientos pedagógicos que pueden rastrearse a través de la artesanía y las ferias tradicionales, y en especial a través de los cuentos y la música. Pues la tradición oral de los gitanos hojalateros posee una riqueza que sólo ha empezado a ser reconocida en los últimos años. Gran parte de esta justa valorización de su cultura se debe a Duncan Williamson.
Nació en Furnace, Argyllshire, en 1928. Su padre confeccionaba canastas y utensilios de hojalata. Había nacido nómada y así vivió su juventud, hasta que formó una familia y se instaló en Argyll. Gracias a haber sido soldado en la Gran Guerra, y gracias también a que al regreso de ésta se casó oficialmente con su mujer, fue aceptado por las gentes blancas de Argyll y pudo enviar a sus hijos a la escuela. “Aquellos tiempos fueron difíciles”, escribió Williamson. “Fue difícil nacer en una comunidad itinerante de gaiteros, cantantes de baladas y narradores de historias. En aquellos tiempos era muy duro criarse bajo un robledal, junto a algún pueblecito… Si desaparecía algo, los culpables eran siempre los hojalateros del bosque. Por supuesto, los problemas venían por el prejuicio de la gente, no por el tipo de vida que lleváramos nosotros”. En la escuela, los padres blancos aconsejaban a sus hijos que no se acercaran a los hijos de los tinkers, ya que iban mal vestidos y se temía que tuvieron piojos. Williamson se crió entre los cuentos y las leyendas que relataban sus mayores. Y muy pronto empezó también a relatar esas historias a otros. La fuente principal de las mismas era su abuela, y la prodigiosa memoria del nieto es la causa de que hayan sobrevivido hasta nosotros. Esa memoria con la que Williamson llegó a retener cientos de narraciones se debía, según él, a una insolación que sufrió siendo niño, la cual le puso a las puertas de la muerte, permaneciendo “completamente ausente durante dos meses y medio”. De ese estado se restableció de pronto, convertido ya en cuentacuentos. “Sufrir aquella insolación tuvo un efecto maravilloso en mi memoria. Porque recuerdo todo lo que ha sucedido en mi vida desde el principio. No hay nada en el mundo que no recuerde”.
A finales de los años cincuenta, y en la década siguiente, diversos intelectuales escoceses empezaron a interesarse por ese archivo inagotable de historias que era Williamson, y la poeta Hellen Fullerton registró su voz en una cinta de magnetófono. También grabaría a su madre y a dos de sus hermanas. Ese material, que más tarde enriquecerían otros folcloristas, incluye narraciones, baladas y cantering, una modalidad de canto onomatopéyico en el que el intérprete imita el sonido de una gaita. Un papel destacado en la producción, el estudio y la divulgación de estas grabaciones lo tuvo la School of Scottish Studies, que fue fundada por Hamish Henderson, poeta e intelectual comunista que creó también el efímero People’s Festival de Edimburgo en 1951. A invitación suya, Williamson asistió al Festival de Blairgowrie, lo que le empezó a dar renombre en toda Escocia. No menos importante, a este respecto, fue el trabajo de Linda Williamson, folclorista norteamericana que llegó a la Universidad de Edimburgo para estudiar la tradición oral de la narrativa y la música escocesas y que se casó con Duncan en 1977.
Los abundantes materiales grabados no tardaron en ser publicados en forma de libro a este y al otro lado del Atlántico. Y aún siguen publicándose, de lo que es buena prueba el volumen Scottish Traveller Tales (University Press of Mississippi), recopilación de Donald Braid aparecida recientemente. De igual modo, una selección de dieciséis narraciones grabadas en su día a Williamson ha sido traducida al castellano por la editorial Calambur, en una edición a cargo de Javier Cardeña Contreras, bajo el título de La bruja del mar.
El libro, única fuente de la que dispone el lector hispanohablante para acceder al legado de la tradición oral de los tinkers de Escocia, está dividido en seis partes, cada una de las cuales reúne un grupo de narraciones en función de su temática: cuentos de animales, cuentos maravillosos y cuentos del diablo; y tres secciones dedicadas a las leyendas de broonies, de silkies y de sirenas. El volumen concluye con un ilustrativo estudio de quien es su editor y traductor, y sus páginas contienen diversas fotografías históricas que evocan el estilo de vida de los tinkers.
El modo en que están narradas estas historias responde al que es común en la tradición oral de todo el mundo. Quiere decir ello que son narraciones que se nos aparecen con una extremada sencillez, aptas por tanto para un público infantil, pero cuyos argumentos esconden no pocas sugerencias que perturbarán al lector adulto. El estilo con el que han sido reproducidas respeta escrupulosamente su origen oral, con los consiguientes giros expresivos, repeticiones y llamadas de atención formuladas en segunda persona. A menudo los relatos vienen precedidos por una breve introducción en la que el narrador nos informa de dónde, y de quién, los aprendió. En algunos de esos textos introductorios se anuncia ya anticipadamente al oyente-lector el contenido moral o aleccionador de la fábula, como sucede en el primero de ellos, El muchacho y la serpiente, que nos advierte de “cómo los padres creen saber qué es lo mejor para sus hijos, y sin embargo a veces los niños saben más”. Otros textos introductorios sirven para situarnos en el momento y el lugar en el que el cuentacuentos inicia su actuación, tal como ha venido haciendo el hombre durante miles de años: “Y después de caminar durante todo un día nos sentimos algo cansados y montamos las tiendas en forma de arco en las lindes de un bosque. La mujer se fue a dormir, los niños también, y él y yo encendimos un gran fuego delante de las tiendas. Yo no era muy mayor, debía de rondar los diecisiete o dieciocho años. Y, de este modo, nos quedamos sentados contando anécdotas y las últimas noticias que había habido… Y esta es la historia que me contó”.
Muchos de estos relatos lo son de iniciación, es decir, de iniciación a la vida, al amor, a la muerte o a los misterios de la naturaleza. Por lo demás, ese rasgo iniciático es parte inseparable del acto mismo de narrar, con lo que, como sucede en la descripción que hace Williamson de la escucha de los relatos de su abuela, el narrador adopta temporalmente el papel de maestro; y el oyente, el de pupilo. Abundan en estas historias las alusiones a la vida y la cultura de los hojalateros: a sus oficios, a sus lazos familiares, a los viajes y a su respeto a los animales. Quizá entre estos últimos puedan figurar los protagonistas de las leyendas aquí recogidas: los broonies, hombrecitos vestidos de manera andrajosa, de cara morena y cabeza peluda, que salen por la noche y terminan las faenas que algún humano a dejado a medias; o los silkies, una especie de híbrido entre hombre y foca que es muy popular en la costa oeste de Escocia. A este género pertenece el relato que da título al libro, el cual nos cuenta la historia de un muchacho que se enamoró de una sirena y fue en busca de una red para capturarla. Como otros, el de La bruja del mar nos habla de un grupo humano estrechamente vinculado a la naturaleza, de los mundos y seres desconocidos que habitan en ella y de lo costoso que resulta todo aprendizaje.
Del libro pueden extraerse múltiples reflexiones, en especial en lo que concierne al valor indeclinable de la memoria y a la fascinación y el asombro ante la vida. Y es verdaderamente, sobre todo, una de esas obras cuyo autor anónimo y colectivo, al susurrarnos al oído su historia a través de los siglos, nos devuelve al inicio del placer de la lectura.
Lee la reseña en La República Cultural.
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