La salvación de la palabra
Por Asunción Escribano
Revista Quimera, nº 368-369, julio-agosto de 2014
El último poemario de José Luis Puerto refleja la madurez de un poeta que siempre ha sabido colocar su estética al servicio de lo esencial, a disposición de las experiencias constituyentes del ser humano. Trazar la salvaguarda es sobre todo un libro unitario, a pesar de su estructuración en cuatro partes: "Hilos de tiempo", "Nueve huellas de marzo", "Cinco motivos clásicos" y "Dextro: la salvaguarda", puesto que bajo esta división —claramente no arbitraria— se explicita una misma manera de contemplar el mundo y de expresarlo, mediante el ritmo primordial de lo que late y está profundamente vivo.
Ya desde el título se apunta a la guarida, al refugio, a la salvaguarda: ese espacio de salvación en los juegos infantiles, a pesar de las heridas que se van acumulando con el paso del tiempo. Y ese hogar recuperado en el que uno se refugia tiene mucho que ver con la unida, con la comunión de todo lo que vive. Por ello, quizá, la belleza no pueda ser separada del canto a la dignidad de los excluidos por la historia, "ese rumor que purifica, / el de los más humildes", los expulsados que aparecen retratados en los objetos y en los paisajes que han sido habitados por ellos. "Proclama tu silencio / La melodía de la dignidad. / Se oyen las voces de los derrotados. / Sus herederos hablan. / Los fusilados del amanecer. / Cunetas y cunetas / Al olvido entregadas / Por la barbarie de los vencedores", escribe José Luis Puerto, dejando entrar en el verso la honestidad de quien no se limita a nombrar la belleza del universo, sino que, sin perder un ápice de estética y musicalidad, se hace cómplice y hermano del mundo en el que vive. De ahí que todos esos lugares, reales o simbólicos, se conviertan, por la naturaleza de su verdad, en mediadores de la protección, en enviados, en señales ajenas al poder y a sus profanaciones.
Son eso pequeños elementos, la bayas de los arbustos, las piedras, las piñas, las alas de los insectos, la propia tierra y sus habitantes, los que recuerdan al hombre su naturaleza esencial y, por ello, ejercen un modo original de redención. Son todos ellos esos bienaventurados de los que María Zambrano decía que "están como alojados en el orden divino que abraza sin tocarlas todas las cosas y todos los seres, todas las almas también, como una posesión amorosa que ni necesita ser sospechada en quien la recibe". Entre ellos las mujeres, con su intensa presencia emocional, se tornan un espacio esencial de sanación de las heridas. También los ancianos, que portan la melodía antigua de la profecía, y que nombran con sus existencia la Verdad. Esos ancianos "Que caminan unidos por la calle / De la ciudad sagrada. / El pálpito enlazado de la sangre / De sus manos fundidas / Acaso sea / Esta tarde de marzo / Lo único capaz / De vencer a la muerte".
Enhebrados todos ellos por el hilo nominal de la palabra poética, ese cauce que concede voz a la derrota, pero que nombrándola la ilumina y le da sentido. Canto engarzado en el respeto del silencio. "Canto y silencio, / Todo proclama / La hermosa melodía / Que a todos nos abraza", entona José Luis Puerto. De ahí que en la misma línea de Juan Ramón Jiménez, que pedía a la inteligencia el nombre exacto de las cosas, Puerto solicita al alma que abrace en ella los senderos del corazón: "Canta / Pronuncia la palabra / Exacta y clara / De la mañana / Acaricia las cosas // Abrázalas", concluye el poeta.
Es, en definitiva, la poesía de José Luis Puerto una poesía auténtica y enormemente esperanzada, a pesar de dar cobijo contundente a los claros espacios del dolor. Porque, a pesar de todo, como José Luis Puerto afirma en su poema "Nos queda", el hombre todavía puede encontrar innumerables espacios de redención al alcance de la mano: "el vaso de cristal", el amanecer, los árboles, las "sílabas limpias", las "palabras intactas", el viento. Pequeñas cosas cotidianas que hacen de la vida un lugar digno de ser habitado.
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