Por José María Castrillón
Nayagua, nº 20, junio 2014
Y no es la cita del autor de Ideas de orden una simple guirnalda de similitudes sonoras o una más profunda reflexión sobre el despojamiento de la mirada poética. Experimentó igualmente la poesía de Stevens la sacudida social tras la crisis del 29 con la misma intensidad, aunque con distinta resolución ideológica y estética, con que golpeó y ahormó los versos lorquianos de Poeta en Nueva York. Sin necesidad de recurrir a la etiqueta simplista de poesía política, los textos poemáticos nacen con frecuencia como candente superficie de contacto entre visión poética y realidad social. Pero, asimismo, como en los casos citados de plenitud creativa, los estados de conciencia traen aparejada una crisis de lenguaje ineludible para afilar la expresión de la realidad lacerante. En Pobreza (Calambur, 2013) el reflejo poético del trauma se nos ofrece en toda su expresión, ya que la percepción del deterioro social se amalgama con la dificultad de construcción de un discurso alternativo y con la experiencia de una quiebra personal.
El activismo político y poético de Víktor Gómez (Madrid, 1967) deja profunda marca en Pobreza. No ha de ser ajeno a su tarea de animador de encuentros literarios el diálogo intenso que el poeta cruza a lo largo de estas páginas con otros autores coetáneos, más de una treintena, en una red de citas más o menos literales que suponen, de algún modo, una vivificante transfusión de inquietudes poéticas e ideológicas pocas veces tan radicalmente subrayadas por un autor. Sus disidencias acerca de la realidad sociopolítica circundante ya habían veteado su poesía, como bien sugieren los títulos de libros anteriores: Detrás de la casa en ruinas (Amargord, 2010) y Trazas del calígrafo zurdo (Varasek Ediciones, 2013). Pero en Pobreza trazan un devastado paisaje de injusticia y explotación: los niños consumidos en las minas del Perú; los inmigrantes arrumbados en los centros (sarcasmo sobre las periferias de ningún lugar) de internamiento para extranjeros; las trampas del capitalismo que llamamos salvaje, pero que es siniestramente programado; los basurales de la tierra; los barrios invisibles de Los Ángeles o Valencia…
Pero adelantábamos que el discurso sobre lo circundante enraizaba en un terreno, si cabe, más íntimo: la experiencia de la enfermedad. La analogía entre el cuerpo propio y el cuerpo social establece una de las líneas interpretativas del poemario, (si “enfrente prendería el basural […] dentro sangre acuosa raspando las carótidas”). En los textos menudean referencias a la debilidad y la impotencia del enfermo, quien, más allá del “sintrón”, los “betabloqueantes” o los “parches de nitratos”, resiente la insalubre realidad social y se esfuerza no sólo en alzar (airadamente) la voz, sino en levantar (creativamente) una voz que diluya el “cocido gramatical” de lo “mendaz” y las “paráfrasis” del poder. El entramado de quiebras personales y naufragios colectivos, la enfermedad (propia y ajena), la explotación, la visión y la denuncia, la confianza ciega en el lenguaje a condición de que este se agriete y depure, todo ello supone un rastro de aguas poéticas con origen en Baudelaire y crecidas en la voz de Rimbaud y su lema changer la vie.
Alzar la voz. ¿Pero sobre qué discurso?
El propio autor reconoce en un comentario aclaratorio una pre-historia de dispersión textual. Ahora bien, ese mismo reconocimiento testimonia un segundo proceso de unificación que necesariamente implica una acción de montaje posterior. La inicial dispersión de materiales parecería confirmar la alianza de su poesía con las líneas de fuerza de la postmodernidad que conceden protagonismo a lo disgregado. Y, sin embargo, Pobreza no se aviene dócilmente al pacto con la moldura poética de lo fragmentario. La voz poética que modula el libro ratifica el esfuerzo por construir un relato de los tiempos, y si bien se golpea contra un mundo fragmentado y contra la propia lucidez de un autor que reconoce las limitaciones y contradicciones del discurso, no ceja en el ardiente deseo de alzar una voz, de generar un relato sin relativismos ni ángulos muertos. En contradicción fértil, la trabazón y solidez del discurso cuajan en sus mismas vacilaciones, pues, como la vida social y la del autor, el relato avanza tambaleante (“es la ilación un puede”), —pero, al fin y al cabo, avanza—, compactado por la analogía entre lo interior y lo exterior o por poemas que en ocasiones se hermanan, como variación, con un texto precedente. Va, en fin, construyéndose el discurso poético a través de la provisionalidad de letras tachadas, de frases entre corchetes, de palabras cuya sonoridad provoca la aparición de otras semejantes... Y así se alza la voz del poeta dejando el rastro de un contemporáneo work in progress.
La dificultad del discurrir poemático se hace plástica a mitad del libro, en una página prácticamente en blanco acotada brevísimamente en su principio (“no es necesario…”) y final (“…ensuciar este espacio pero sí salvarse de su frontera”). Ese episodio de isquemia discursiva supone un hiato que certifica, de manera en apariencia antagónica, la percepción de que el libro se estructura de una forma más armónica y férrea de lo que se podría suponer a primera vista. No ha de ser casual que algunos de los poemas que siguen a la página comentada, en un ejercicio de sístole y diástole, sean de los más extensos y de ritmo más fluido. Los espacios en blanco deben traspasarse en sólo parecida soledad a la de los espacios sin justicia, a esos territorios de nadie “sin denuncia ni delito sin jurisprudencia”. En consonancia figurada con el emigrante indocumentado, el poeta se adentra, empobrecido de certidumbres y asideros, por la dolorosa singularidad de su lenguaje y su conciencia. En definitiva, la dispersión, lo circunstancial han sido elusiva y delicadamente ordenados en un discurso que trata de alzarse contundente y sólido, y que en tal dificultad subraya su existencia.
En este discurrir vacilante se palpa el nervio central de un poemario que se nutre, no sin angustia, de lo que ansía echar a andar, bien sea un relato del mundo, un lenguaje a la contra, una mecánica social permanentemente saboteada o un cuerpo (las vicisitudes del propio poeta) que trata de sobreponerse a la enfermedad. La imagen que proyecta esta aproximación se nos hace suficientemente poderosa como para reubicar, sin más prueba que la fuerza imaginativa de nuestra lectura, esa red aquí comentada de transvases (transfusiones) desde otros poetas en un mecanismo que alimenta un discurso de factura ardua y una voz que se quisiera fortalecida por lo colectivo.
El sujeto poético evidencia a lo largo del libro la dureza de este propósito (d)enunciador (“oh dolor del ver”, “qué verdad no es úlcera”) y encuentra momentos de alivio en la compañía de un cuerpo amado (y sano): “no una / fuerza ni un territorio inexpugnable apenas una vocal / dibujada con la mínima saliva donde ambos acordaran la / sal y el frescor de lo suficiente / ¿sabéis de otro pacto mejor?”. Alivio transitorio que no restaña, ni en el fondo se pretende, la contemplación de “los montos de tierra baldía” ni de la hiriente realidad bajo las túnicas (“no los caballos en tropel… el temblor de la tierra pisoteada”).
Libro de su tiempo este Pobreza, inhóspito y tierno a la vez, asertivo y tambaleante, incómodo hasta el verso final: “¿Y no habrán de resucitar los vivos?”.
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