Por Jordi Doce
El pasado viernes 16 de
noviembre se presentó en el Ateneo de Madrid La bicicleta del panadero (Calambur,
2012), el más reciente libro de Juan Carlos Mestre: un acto multitudinario,
lleno de emoción y de intensidad, que se cerró con la interpretación de algunos
viejos poemas de Mestre en la voz y la guitarra de Amancio Prada.
A mí me tocaba decir unas
palabras preliminares sobre el libro, y opté por leer un resumen improvisado de
los cuatro folios que había escrito para la ocasión. Algunos amigos me han
escrito para pedirme copia del texto, así que he decidido compartirlo en esta
bitácora como un recuerdo de aquella noche y un homenaje, desde la cercanía y
la complicidad, al autor de La tumba de Keats.
Este libro prodigioso de Juan
Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957) se abre con dos sencillas
palabras: «le dije». Dos palabras que son a la vez el gong inicial y el
estribillo de un poema en prosa, el muy justamente titulado «Poema uno», en el
que dos voces (o la cara y la cruz de una sola) dialogan intercambiando perplejidades
y juicios, órdenes y quejas: le dije, me dijo, me dijo él, me respondió, eso es
verdad respondí…
La acotación remite no sólo a
una puesta en escena, la de los operarios –quizá los cómicos mismos– que preparan
la sala antes o después de la función, sino también a una música: la música de
la oralidad, de la palabra que pesa y pasa por la boca, del fluir hipnótico de
las imágenes con que la conciencia trata de hacer justicia a la vida, de
hacerla vivir. Esa voz –esa música– es la que sostiene La bicicleta del
panadero de un lado a otro de los 298 poemas que componen el conjunto: una
voz omnívora y exaltada a la vez que burlona, irónica, adepta al disfraz y el
despiste, poseída por el demonio de una risa en la que se advierte, al fondo,
la sombra magnética del absurdo. Una voz, en fin, que colinda con el charco
negro de la pena pero también, de otro lado, con el ritmo febril, incitante, de
las analogías y su juego de espejos encendidos.
Habla una voz, en efecto,
pero quién la dice y desde dónde es algo que no está claro, que cambia o muta
en cada página. La voz es la misma pero los personajes, las bocas y lenguas que
hablan, los protagonistas, se transforman sin descanso hasta dibujar una
constelación que abarca, en realidad, el mundo entero. «El poeta es un buzo en
traje de luces», se lee en «Otra oportunidad», cuyo arranque es todo un lema o
carta de creencia:
Hermoso como los caracoles que se juntan en el agua
caliente se levanta el árbitro de las abejas en la plantación inagotable de los
nuevos errores.
Poesía pudo ser un cerebro que bailoteaba fox-trox en el
túnel de los átomos pesimistas y poesía la liebre del rey escaqueándose por la
ventanilla invernal de las secretarias eclécticas.
Amó al
pájaro que florece y al cerrajero incunable hervido por los profetas.
No hay, hermano, ninguna versión definitiva sobre la
noche, solo peces, camarones, lluvias y relámpagos que caen desde la
iluminación sobre la rareza del mundo.
Echamos de menos la verdad callada [de la utopía], la
necesidad de donde mana el deseo de otro horizonte. La verdad de toda vieja
utopía reside en eso que Deleuze y Guattari llamaban «le peuple à venir»:
una comunidad que sólo admite desterrados, nómadas del vasto desierto
interior, guerreros que huyen del bando de la avaricia, ciudadanos de un
planeta devastado cuyas ruinas esconden un pozo de agua mítica, cuya frescura
imaginaria es comparable tan sólo con el sinsabor de su perpetua dilación. (El
ritmo perdido)
Sabemos ya que todo juicio
final es, en realidad, la oportunidad de un nuevo comienzo, la tabla rasa
que permite remprender la marcha en plenitud, sin viejos lastres ni
adherencias: un envite hacia el futuro que abreva y repone fuerzas en un pasado
mítico, quizá inexistente salvo en el espacio de una imaginación sin la cual no
podríamos comprender nuestra propia vida. Sabemos también que en la idea de
utopía alienta siempre una pulsión apocalíptica, el deseo de romper con todo,
de romperlo todo para ver qué subsiste, qué sigue siendo válido. Pero en la
utopía de este hijo de panadero no hay lugar para la explosión destructiva: el fuego
purificador es más bien, aquí, un fuego de artificio que alumbra y hace brillar
todo aquello que nombra, que lo exalta y lo celebra dándole nueva vida. La risa
liberadora y hasta carnavalesca de Mestre sólo tiene un destinatario: la
arrogancia del poderoso, la seriedad impostada del pedante, el podio no menos
impostado de la autoridad y sus secuaces… Cumple con creces aquella
irreverencia, aquel espíritu libertario y heterodoxo que Valente invocaba con
sorna en «Bajemos a cantar lo no cantable», uno de sus mejores poemas
tempranos:
propongamos (…)
un trompo al justiciero general de a caballo,
una falsa nariz al inocente,
pan al avaro,
risa al cejijunto,
al astado burócrata una enjuta ventana
con vistas al crepúsculo,
al rígido bisagras,
llanto al frívolo,
gladiolos al menguado,
tenues velos al firme,
un ángel mutilado al siempre obsceno,
falos de purpurina a las dulces señoras…
Ustedes tienen aparato teórico me dijo un día un poeta
quechua. Qué va, le respondí yo, apenas una gruesa capa de tocino con que
mantenernos a flote cuando las aguas se ponen frías y los razonamientos nos
llegan al cuello.
Poco antes de borrarse del todo el Sol echa un vistazo a las cabras y a los cangrejo.
Luego no queda ni un alma, las madres toman la fiebre con la mano y los suicidas vuelven otra vez a la cama
En el piso de arriba los ratones hacen un ruido de novias en sandalias
No brilla tanto la timidez de las estrellas, debe de ser el cigarrillo de los filósofos sobre el océano
Es lo posible, la ceniza de las palabras que caen desde un extraño mundo como copos de nieve
Algo así parece declarar, con la fuerza misteriosa y secreta de un anagrama, la frase que dibujan al tocarse los dos extremos del libro. Si «Poema uno», como vimos, se abre con la expresión «le dije», el poema final, «Últimas palabras», concluye con un sintagma de rara sugerencia: «la muerte y sus nombres». El poema no se llama «Últimas palabras» por casualidad: su designio es mostrarnos sin velos ni embozos el desvanecimiento de ese mismo mundo que ha sido convocado a juicio poético: «La ley desaparece el mundo desaparece las chozas se desploman los diamantes se licuan (…) las prisiones desaparecen los cubos de los hospitales la muerte y sus nombres». Aquí, de nuevo, lo personal y lo colectivo se entrelazan y se dejan leer a la vez. La muerte del padre y la muerte del mundo es una; la pérdida es desaparición física y también silencio, estación término para el poeta de las imágenes locuaces y los «versículos como venas henchidas».
Sin embargo, a lo largo de los casi trescientos poemas que componen el libro el humor y la belleza saben ganar la partida y proponer figuraciones verbales que nos deslumbran por su potencia visionaria, su red ilimitada de vínculos y correspondencias, la voracidad de sus anáforas y enumeraciones, el tam-tam celebratorio de sus letanías... Figuraciones en las que hallamos, transmutada, la huella declarada de todos sus mentores, de Whitman a Rosamel del Valle, de Dylan Thomas a Antonio Gamoneda, de Jaime Sáenz a Violeta y Nicanor Parra... «Asumir nosotros el misterio de las cosas», dice con perspicacia el rey Lear refiriéndose a él y a su hija Cordelia, la callada, la que guarda silencio incluso bajo coacción. No otra cosa es lo que ha hecho Juan Carlos Mestre en todos sus libros, del primero al último: asumir el misterio de las cosas en su infinita variedad, en su riqueza imperfecta y consoladora. «Lo igual es esa niña que contesta no, lo igual es la mano que cierra la puerta», leemos en «Argonautas». Mestre no es un poeta igual, entre muchas otras razones, porque sigue siendo el muchacho que responde sí, la mano que abre la puerta.
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