Basilio Sánchez
Los bosques de la mirada.
Los bosques de la mirada.
Poesía reunida (1984-2009)
Prólogo de Miguel Ángel Lama
Calambur Poesía, 116. 480 p.
ISBN: 978 84 8359 207-6. 25,00 €.
Cuadernos Hispanoamericanos,
N.º 736, octubre de 2011
Por Ada Salas
Poesía contemplativa, meditativa, la de Basilio Sánchez. Poesía serena. No. Ninguno de esos sintagmas aciertan –no son ciertos, por tanto, o tienden a la falsedad en tanto en cuanto las verdades a medias son, al cabo, mentiras– . Yerran en la medida en que no pasan de la cáscara, una cáscara un tanto coriácea por estar tramada y trabada por el poeta con un saber hacer del que resultan poemas dibujados con el detalle y la naturalidad del más elaborado trampantojo. Poemas-trampa: serenos son su música, el ritmo pausado y pautado de su discurso, la delicada selección y sucesión de las imágenes, tan poco violentas, por elegir un adjetivo del todo ajeno, aparentemente al menos, al universo poético de Basilio Sánchez. Poemas escritos, parece ser, desde el punto de vista del que contempla y da cuenta de lo que contempla, y con la voz lenta del que rumia la vida y lo vivido y medita sobre ellos. Serenidad, meditación, contemplación, ardides que el propio poema despliega para huir de sí mismo: una apariencia perfectamente equilibrada, consistente, reconocible, embridada, que acoge al lector como si quisiera engañarlo. Como si quisiera. Pero poco nos importa lo que quiera el poeta o lo que el poema parece querer, poco debe importarnos.
Triste lectura haríamos de Los bosques de la mirada si no reparamos en que bajo y entre la amable calma de sus arboledas, late lo que puede amedrentar; poemas, bosques, como los árboles civilizados de Claude Lorrain que, siendo en principio meros elementos del paisaje (con toda la carga culturizante, y por lo tanto en cierto modo falseadora, que el término paisaje acarrea), son selvas de profundidad oscurísima. Un estanque, la poesía de Basilio, como el de poema “Cómo pintar un nenúfar”, de Ted Hugues: bajo la superficie apacible y luminosa, esconde un submundo inquietante y amenazador en la tiniebla del légamo. A través de la paz que respiran los poemas de Basilio puede auscultarse el temblor de una erupción contenida. Es a ese temblor al que hay que prestar una especial atención. En ese temblor están la fascinación y la fuerza de su poesía. Para poder percibirlo es necesario apartar el velo de la mansa superficie del estanque, no dejarse engatusar por la claridad de la dicción o la belleza de las imágenes. Una piel-espejismo. Una suavidad formal que aturde con sus reflejos. Si no nos dejamos cegar por ellos y vemos, y leemos, más allá, Los bosques de la mirada crece precisamente sobre una tensa y fructífera paradoja: los poemas parecen lo que no son sin dejar de ser, puesto que todo poema es su forma, lo que parecen.
Prólogo de Miguel Ángel Lama
Calambur Poesía, 116. 480 p.
ISBN: 978 84 8359 207-6. 25,00 €.
Cuadernos Hispanoamericanos,
N.º 736, octubre de 2011
Por Ada Salas
Poesía contemplativa, meditativa, la de Basilio Sánchez. Poesía serena. No. Ninguno de esos sintagmas aciertan –no son ciertos, por tanto, o tienden a la falsedad en tanto en cuanto las verdades a medias son, al cabo, mentiras– . Yerran en la medida en que no pasan de la cáscara, una cáscara un tanto coriácea por estar tramada y trabada por el poeta con un saber hacer del que resultan poemas dibujados con el detalle y la naturalidad del más elaborado trampantojo. Poemas-trampa: serenos son su música, el ritmo pausado y pautado de su discurso, la delicada selección y sucesión de las imágenes, tan poco violentas, por elegir un adjetivo del todo ajeno, aparentemente al menos, al universo poético de Basilio Sánchez. Poemas escritos, parece ser, desde el punto de vista del que contempla y da cuenta de lo que contempla, y con la voz lenta del que rumia la vida y lo vivido y medita sobre ellos. Serenidad, meditación, contemplación, ardides que el propio poema despliega para huir de sí mismo: una apariencia perfectamente equilibrada, consistente, reconocible, embridada, que acoge al lector como si quisiera engañarlo. Como si quisiera. Pero poco nos importa lo que quiera el poeta o lo que el poema parece querer, poco debe importarnos.
Triste lectura haríamos de Los bosques de la mirada si no reparamos en que bajo y entre la amable calma de sus arboledas, late lo que puede amedrentar; poemas, bosques, como los árboles civilizados de Claude Lorrain que, siendo en principio meros elementos del paisaje (con toda la carga culturizante, y por lo tanto en cierto modo falseadora, que el término paisaje acarrea), son selvas de profundidad oscurísima. Un estanque, la poesía de Basilio, como el de poema “Cómo pintar un nenúfar”, de Ted Hugues: bajo la superficie apacible y luminosa, esconde un submundo inquietante y amenazador en la tiniebla del légamo. A través de la paz que respiran los poemas de Basilio puede auscultarse el temblor de una erupción contenida. Es a ese temblor al que hay que prestar una especial atención. En ese temblor están la fascinación y la fuerza de su poesía. Para poder percibirlo es necesario apartar el velo de la mansa superficie del estanque, no dejarse engatusar por la claridad de la dicción o la belleza de las imágenes. Una piel-espejismo. Una suavidad formal que aturde con sus reflejos. Si no nos dejamos cegar por ellos y vemos, y leemos, más allá, Los bosques de la mirada crece precisamente sobre una tensa y fructífera paradoja: los poemas parecen lo que no son sin dejar de ser, puesto que todo poema es su forma, lo que parecen.
“El hombre que atraviesa entre bosques de símbolos
que lo observan con miradas familiares.”
Si el paisaje exterior lo
constituye esa naturaleza simbólica, el “paisaje íntimo”, como señala
Miguel Ángel Lama en su prólogo, no es menos simbólico: la ciudad, la
casa, la habitación, la que se intuye como biblioteca, la mesa de
trabajo. Un espacio que traza círculos concéntricos hacia el útero mismo
donde se escribe el poema. Un espacio tan irreal como el
exterior, con preferencia por lo cerrado, lo limitado, un “hortus
conclusus” habitable y cómodo, sospechosamente acogedor, con mucho de
intrincado, y torturado, laberinto interior.
En cuanto a lo meditativo de
su lírica, de haber meditación se trataría de una meditación que no
piensa, sino que sueña: un sueño que produce, si no “monstruos”,
fantasmas, espectros que se mueven sigilosos por las habitaciones de la
casa (la banda sonora del universo poético de Basilio está hecha, por lo
demás, como corresponde, de sigilo, de murmullos, de susurros), por la
casa del poema. Un espacio espectral porque el sueño de Basilio no es el
goyesco de la razón, sino el de la memoria.
¿Y qué clase de memoria es la de Los bosques de la mirada?
Aquí entraríamos en el meollo, porque lo hay, de la cuestión. Estamos
ante una memoria cuya materia es la de la lluvia que aparece en este
fragmento:
“De pronto se da cuenta:
todo el día lloviendo, desde por la mañana, desde el amanecer, desde el
instante antes de empezar a vivir (…) la lluvia, sin embargo, que ha
precedido siempre a las apariciones, la lluvia imaginada, presentida, la
que sólo está hecha de esta misma sustancia.”
Una memoria, como esa lluvia,
imaginada, pre-sentida, construida, habilísimamente, no con la argamasa
de los recuerdos, sino con la de las palabras: son éstas, las imágenes
que trenzan, por resonancia y por recurrencia, la red de alegorías que
tejen los símbolos, las que levantan el escenario de una memoria “en la
que no se ha vivido”. La memoria como el gran “gesto simbólico” que
aparece en estos versos, con el que aferrarse a lo vivo:
“Como aquel que ha esperado durante mucho tiempo
algún gesto simbólico,
el ademán preciso por el que posponer
la urgencia de la muerte,
así me veis ahora: cruzando las alcobas,
dejando atrás los largos corredores del tiempo
en los que no he vivido,
para abrir las ventanas que se orientan al este”.
El constructo que es la memoria de los poemas de Basilio produce
un discurso elegíaco a la inversa; no son los vivos los que añoran a los
muertos, sino los muertos los que añoran a los vivos:
“Cuando todo es pobreza, cuando hay muertos
que lloran a los vivos, la conciencia
de saberme vencido tan sólo por las cosas
que no son de este mundo.”
Una memoria que no es,
entonces, una mirada hacia atrás, sino hacia dentro: dentro del sueño,
de la visión: “Desde dentro los desaparecidos iluminan la tierra”,
escribe en uno de sus poemas inéditos, y que no sólo proyecta el pasado
sobre el presente, sino que imbrica el uno en el otro. Un pasado, por
cierto, que no ha existido, sobre un presente que tampoco existe como
tal porque, al estar teñido de pasado, es abordado con la mirada de la
evocación, y evocar el presente es anularlo. Un mapa temporal, el de
Basilio, profundamente eliotiano: con ojos para ver y oídos para
escuchar no lo que tal vez fue, e incluso lo que no pudo haber sido.
Marina Tsvietáieva escribió en “Poetas con historia y poetas sin historia”: “El
“yo” del poeta es el “yo” de quien sueña más el “yo” de quien crea la
palabra. El “yo” poético no es otra cosa que el “yo” del soñador que ha
sido despertado por un inspirado discurso y que sólo se realiza en ese
discurso”. Lo que sueña Basilio es el desplegable de su extraña, particular, riquísima memoria; Los bosques de la mirada son el relato de esa memoria soñada:
“Vivo de la mirada de los signos,
de los ojos del sueño,
de todo lo sagrado que hay en la memoria.”
El carácter irreal (imaginado) de lo que se contempla y el carácter
soñado de lo que se recuerda redundan, al cabo, si uno, como decía más
arriba, no se engaña, en una lectura radicalmente nihilista: como detrás
del Retablo de las maravillas cervantino está la nada, lo que
nos queda entre las manos, el precipitado de ese mundo mítico colectivo
de sus primeros libros, o de ese presente-pretérito personal que se va
acercando a un yo más directo en sus dos últimas entregas publicadas, no
es más que ceniza. Ceniza, humo: dos motivos recurrentes también en sus
poemas, y que en ocasiones remiten a la poesía misma. El poeta crea un
mundo que se niega a sí mismo y que viene a ser, por un intrincado
camino a la inversa (no por destrucción, sino por construcción) una
inquietante afirmación de la inconsistencia de lo real: una sabia
prestidigitación que nos sitúa frente al vacío. Un tiempo inmaterial, un
espacio que es ruina, una casa, en apariencia sólida, pero
“Una casa en lo alto
en la que nadie entra y de la que nadie sale”
La palabra poética sería así como un conjuro para hacer regresar, de un
tiempo que no ha existido, lo que ya murió en un tiempo inexistente:
“con esa claridad que sólo alcanzan
los paisajes del alma, la vida no vivida”.
Antes hablé de la silenciosa banda sonora del universo creado por el
autor: un universo de una coherencia difícil de encontrar. No quería
terminar sin detenerme en la iluminación (su mundo tiene mucho de
cinematográfico). No es, desde luego, un paisaje solar: niebla, bruma,
luz matizada, crepuscular (en el atardecer o en amanecer) o noche
iluminada siempre, sólo, por estrellas. Y más en penumbra la luz de esos
paisajes interiores tan específicamente suyos: lámparas (la lámpara
mallarmena sobre el blanco de la página en la soledad de la biblioteca,
lámparas de aceite, lámparas de alcohol), la llama de una vela, una
linterna… luces (simbólicas, sin duda) que, como en los cuadros de De la
Tour, hacen más evidente la oscuridad en la que viven los personajes:
una luz que favorece la ensoñación de la escritura, el sueño en el que
poder soñar esa memoria, el que permite a Basilio Sánchez “cerrar los
ojos” para ver el hermoso y sin embargo desolador, o viceversa, paisaje
de Los bosques de la mirada:
“Muchas veces he cerrado los ojos
para que nuestros muertos, a través de nosotros
pudieran recordar”.
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