martes, 28 de abril de 2009

Reseña: Los niños interiores

ABCD, 12 de abril de 2009

PRELUDIOS DE LA ETERNIDAD

Me apresuro a decirlo. Con Los niños interiores, Pilar Paz Pasamar (Jerez de la Frontera, 1933) culmina y corona, de forma ejemplar, una trayectoria poética marcada por la fidelidad a la memoria, a la celebración de la vida y a la búsqueda de la divinidad. Su primer libro, Mara, publicado a una edad muiy temprena, en 1951, y prologado por Carmen Conde, suscitó elogios de Juan Ramón Jiménez. Con el siguiente, Los buenos días (1954), obtuvo un accésit del Premio Adonais. Después vinieron Ablativo amor (1955), Del abreviado mar (1957), La soledad contigo (1960), Violencia inmóvil (1963), La torre de Babel y otros asuntos (1982, tras un largo periodo de silencio), Textos lapidarios: La dama de Cádiz (1990), Philomena (1994) y Sophía (2003). Bajo el significativo título de El río que no cesa, nos ofreció no hace mucho una antología esencial de su obra, con un interesante epílogo del poeta Manuel Francisco Reina, uno de sus mejores conocederes, que la vincula a la llamada “tradición andalusí”.

PUPILAS DE ESTRENO. Los niños interiores parece dividido en dos partes. La primera, la más extensa y la que da título a todo el libro,  nos habla de la pervivencia de la infancia en el interior de aquellos que saben intuirla y percibirla de alguna manera, como ocurre con los verdaderos poetas, que en el fondo nunca la pierden; de hecho, el auténtico creador se alimenta, hasta el final, de esa mirada inocente (“ya atónitos miramos a las cosas / con pupilas de estreno”) y de esa voz interior. Por eso, la poeta se lamenta del “fracaso escolar” de una vida que, en un principio, estaba llena de posobilidades. “Tu nombre no figura en la lista de accesos / al porvenir. Tú nunca lo tuviste. / Ya te vas, y no estás ni siquiera empezada”. O se dirige a Dios para preguntarle por la inocencia maltratada.

Asimismo, está muy presente la insaciable búsqueda de la divinidad y de la sabiduría mística, que para la autora es algo “que va más allá del conocimineto, de la trascendencia, incluso”. Por lo demás, esa búsqueda de lo eterno no está reñida, en su caso, con su apego a lo cotidiano y al momento presente (“Mi vocación de eterno está, como en el niño, en mi gran amor a lo presente”, leemos en la cita de Juan Ramón Jiménez, que encabeza el libro) ni, desde luego, exige la renuncia al cuerpo o a los placeres que éste nos procura: “El cuerpo, este preludio de lo eterno, / lo siento y toco y miro y me pregunto / si no son demasiadas esas atribuciones / que le otorgamos siendo poca cosa. / Y sin embargo, es a través del cuerpo / con que te reconozco y te comprendo. / El tacto te vocea y te proclama. / En el plaer de la gloria y en el suave / contacto la armonía”.

PAN CON CHOCOLATE

La segunda sección se titula “Externidades” (de nuevo Juan Ramón Jiménez nos da la clave: “¡Qué de iluminaciones de lo exterior!”) y se centra, sobre todo, en la memoria histórica y en la temporalidad. Se inicia con un poema sobre la infancia en la inmediata poguerra, “Todos jugaban a estar muertos”, realmente conmovedor: “Cuando íbamos allí, donde estuvo la guerra / que ya había pasado y no estaba delante / pero sí su vestigio y esqueleto / y un socavón enorme donde había / estallado una bomba y me dijeron / que allí murieron muchos, / se me clavó en la boca el pan con chocolate”. No menos impresionante es “Alambradas”, un poema extenso dividido en varias partes donde la autora nos muestra su preocupación por el sufrimiento y la tragedia humana en muy diversas circunstancias. “La mirada del hijo” y “Dulce oro viejo” abordan, con diferente tono y distinta perspectiva, el inexorable paso del tiempo.

Por último, el libro se cierra con un hermoso poema en prosa, “El día de mañana”, donde el tiempo convencional, cuantitativo y utilitario, aparece abolido y sustituido por un tiempo vivo e interiorizado: “El mar ha sido siempre la gran analogía, la de Dios, y ahora el mar nos ocupa y nos instala en sí y el cielo en él, y el universo en su centro, y el mundo en sus adentros, pero es por obra de la vida, solo la vida queda, la que no es del hoy ni del mañana ni del ayer”. Estamos, pues, ante una poesía sabia y profunda y, al mismo tiempo, apasionada y luminosa; una poesía, en fin, que nace de una voz interior y, a la vez, está muy atenta a lo exterior. No en vano estos poemas son también “preludios de lo eterno”.

LUIS GARCÍA JAMBRINA

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