lunes, 18 de enero de 2010

Reseña de La aldea de sal, de Lêdo Ivo

ABCD las Artes y las Letras, 16 de enero de 2010

La claridad del canto


Por Jaime Siles

En «Veredicto popular», un escrito publicado el 8 de febrero de 1956, Indalecio Prieto afirmaba que en política «no bastan las ideas» sino que hacen falta quienes «las encarnen e interpreten». En poesía, también. Y eso es lo que hace tan interesante la escritura del brasileño Lêdo Ivo (Alagoes, 1924), cuya obra ha sabido expresarse en numerosos géneros, manteniendo en todos ellos una poética caracterizada por la unitaria variedad de sus registros.

La excelente antología preparada por Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre visualiza los múltiples caminos que recorre y hace inteligible el desarrollo de su complejo sistema de dicción. Ivo es un poeta que libera su yo en el canto y para el que éste es una continua —pero no autofágica— consunción. El martilleo del mar le «enseñó a escribir versos extensos, desbordados como las olas». Pero este uso personalísimo del versículo no es en él una técnica sino una necesidad que —desde su primer libro: Las imaginaciones (1944)— irá perfeccionando hasta articular su mundo en las distintas posibilidades expresivas expuestas allí ya.

ASUNCIÓN DE LA SOLEDAD. Sin embargo, es en Odas y elegías donde su universo se estructura en la asunción de la soledad como medio «para comunicarse con la vida» y como modo de celebrar la sinfonía de la realidad. Ido sabe que «vivimos evocando diariamente un reino desaparecido / que no llegamos nunca a conocer». Pero -en vez de derivar hacia posturas líricas solipsistas- busca la unión con los hombres y con las cosas, y vincula metafísica y solidaridad: en Oda al crepúsculo (1948) su mundo —que parecía configurado y hecho— experimenta una modificación, que no será la última, porque para este creador sólo existe una verdad: la de su imaginación, que siempre se transforma. Por eso en su Cántico (1949) añade otro rasgo a su poética —«ser invariable sin repetirse»— y pone en práctica una mezcla de «ocultamiento y confesión» que son dos de los polos permanentes de su poética.

En los siguientes libros su escritura se condensa, pero sin perder nunca su alto contenido emocional. La huella de la poesía simbolista francesa se hace ahora muy visible, aunque no anula su anterior cosmovisión: la ajusta y desarrolla, como demuestra su poema «Más allá del pasaporte», que enlaza con uno de sus primeros textos publicados —«Cavalo Morto»— y donde aparece otro de sus motivos más continuos: el de la «retórica del cosmos, en la que todo es orden y rigor».

Su «Oda a la chatarra» supone una superación de sus dicotomías formales anteriores y en ella Ivo reencuentra el cauce discursivo que mejor se adapta a su voz: el del poema de corte romántico y modulación moral, con referentes directos y específicos, y en el que el movimiento va de fuera a adentro y no al revés.

EL BARROQUISMO DE DIOS. Su poesía urbana de los años sesenta —que entronca con la «de las mesas quirúrgicas, los apostaderos y los balnearios», de raíz eliotiana, y con la reverdyana de «los relámpagos, fotógrafos de lo absoluto» de finales de los años cuarenta— alcanza una percepción mucho más precisa y honda, como puede verse en «Salva la nieve que cae en Nueva York / y el residuo de la vida que se oculta / en la rama reseca del nogal, / y el frío que ilumina la ventisca, / y los párpados del ciego en Central Park. / Atesora lo que el otoño desperdicia». La imagen lingüística ha sido sustituida por la plástica, y la intuición de lo inefable por lo que Ivo llama «el barroquismo de Dios». La expresión se ha clarificado, y el poema también.

Una versión modernizada de uno de los más conocidos episodios de la Odisea homérica sirve de eje a Finisterra (1972): «Camino entre la multitud y mi nombre es nadie» y «Canta para mí, oh Musa, al astuto varón Nick Carter». Y, junto a este guiño y vuelta a la vez a la tradición, hechos por un poeta formado en la estética de las vanguardias, se advierte, en los ochenta y los noventa, un giro hacia lo religioso y lo social, que, tras rozar de nuevo la contención, se vuelca ahora en lo reflexivo. Afirma entonces que su «patria no es la lengua portuguesa» porque «ninguna lengua es una patria», y elige el sistema formular del Beatus ille horaciano combinado con el de las bienaventuranzas en «Réquiem», un texto de arquitectura paralelística y tono ético-existencial, que permite ver lo que esta escritura —que, en sus inicios, se nutrió de los titulares de los periódicos— es capaz de extraer de la expresión litúrgico-ritual. He aquí una prueba más de la riqueza y variabilidad de este lirismo tan sistemático como sorprendente.

http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=13567&num=932&sec=32

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