La memoria salina
El otoño es la playa en la que naufragan las olas del
verano. A ras de la arena también muda de piel la piel del mar que fue saliva
encrespada, antes de emprender serena un nuevo viaje. No hay mejor estación
que el otoño para La hija del Capitán Nemo. No se trata de una ca- racola con
forma de libro que susurra a los oí-
dos la fiebre de la edad de las sirenas o los
peligros de las legen- darias olas negras. Tampoco es una mujer liberada por
Verne del exilio submarino. La hija del Capitán Nemo es la voz supervivien- te
de una poeta, con muchas mareas tatuadas, que narra al padre su naufragio del
amor y del universo cotidiano. Lo que sucede cuando se rompe un vaso de hielo
en cristales que cortan enaje- nados. Le cuenta al padre, con el lenguaje
profundo de los sím- bolos, sobre las islas en las que llorar la derrota del
cuerpo, acerca de los días en los que la felicidad se anheló eterna, de los
sargazos enredados en el atlas carnal, de las manzanas del engaño, sobre la
añoranza del mapa mundi de Copérnico. Una voz herida que se cose a sí misma
el desgarro de la pérdida y su eclipse, la grieta abierta en el mar donde
también naufraga un ángel haciendo surf entre las olas.
NARRA SU DOLOR Y LA SAL QUE LO CICATRIZA, la
hija de Nemo, al padre de sus lecturas y de su infancia, maestro de los ar-
canos y de las fábulas de las que nacen las palabras y sus miste- rios. Al
sabio navegante, del que ella es eco y a la vez origen de la palabra, del que
aprendió a olvidar las preguntas que lloran, a in- ventar pájaros, a saber
que un poeta nace de espaldas y escribe con sed de cualquier cosa. Después de
todo, como dice Cecilia Quílez, la hija de Nemo, el poema es siempre un
sacrificio. Y tam- bién un cuaderno de bitácora, escrito de fuera hacia
adentro, so- bre las sombras de sus entrañas y de cómo enfrentarse al vacío,
a lo que le sobra y le falta, al exceso de equipaje, al corazón sub- acuático
del no ser, a liberarse del silencio y sus despojos a lo lar- go de un poema
autobiográfico, fragmentado y descendiente de los libros en los que esta Hija
de Nemo aprendió a vestirse de lar- go, el cuarto día después de un mal
ácido, en la posada del dra- gón. Islas del mapa poético con el que Cecilia
Quílez ha ido cons- truyendo su cartografía de lo efímero de un detalle, del
instante en el que el tiempo se agota o se sobrevive, la reivindicación de la
mujer como una voz entre la renuncia y el atrevimiento, y de las que resulta la
experiencia femenina de la realidad, rebelde en la conciencia y la palabra
sobre las versiones prohibidas o jerarqui- zadas de los hechos. No faltan el
amor y el escozor, la lucha y la superación en su forma de hacer una poesía
independiente y combativa al sacudirse a sí misma y desnudar el secreto de
hacer equilibrio entre el yo y el otro que sucede en el alambre de los versos.
Esa delgada línea sobre la que ser una bailarina con esca- fandra o una mujer
que se sabe despierta en todos los idiomas, incluido el del agua bajo el agua.
DE CADA COSA HA CONTADO EN SUS LIBROS los
significa- dos, las intemperies sus curaciones y metamorfosis, con la voz
interior y la voz carnal, discutiendo y reconciliándose en un pac- to. Una
poesía moviéndose siempre hacia adelante entre el sim- bolismo y lo real,
entre lo íntimo y lo cotidiano, entre lo metafísi- co y lo doméstico, entre
el pop y el surrealismo, entre el expresio-
nismo confesional de lo autobiográfico y el ex-
presionismo melancólico al uso de Gamoneda, sujeto por tanto al sentimiento
centrípeto de los sucesos interiores. Estas son las raíces del estilo, las
cicatrices y las escamas plateadas que luce esta hija del Capitán Nemo, para
quien la poe- sía es siempre carnívora, un conjuro que nos empuja en tiempos difíciles a pisar la arena y
volver al mar para empezar de nuevo. Y sobre todo, un necesario ejercicio de
respiración que nos habla de una memoria salina.
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