José Antonio Zambrano: Lo que dejó la
lluvia
Por Carmen Fernández-Daza Álvarez
Diretora de Cultural Santa Ana de Almendralejo
Escribía Emilio Lledó en El surco del
tiempo que nuestra experiencia de lectura, la de cada uno de nosotros, está
marcada por la sensación y por la memoria. Nada más cierto. Por ello, a pesar
de que el crítico debe tender a la objetivación, a menudo no puede (acaso por
fortuna) liberarse de las palabras leídas en la solitarias costas de su
intimidad; las palabras, si se me permite, son granos de arena que se adhieren
a la piel del lector. Se adhieren a sus anhelos, a sus emociones, a su
parcialidad, a una historia individual (intelectual y vital) concreta e
irrepetible. Es un prodigioso misterio y como tal carece de una regulada
comprensión.
Lo que dejó la lluvia ha alagado estos días unos anhelos concretos,
una historia precisa, la de quien escribe estas líneas, nacidas todas desde el
asombro. Soy una gota más de lluvia sobre una lluvia poética, una gota que a la
par se une a los vertederos de agua de tantos lectores ignotos, a la propia
lluvia del autor, vacilando la emoción y la razón entre la timidez y la
valentía. El título del libro ya nos avisa del encuentro con la esencia de lo
que, tras un proceso de purificación, habita en lo más íntimo del poeta.
En El surco del tiempo, con cuyo
recuerdo iniciábamos estas líneas, Lledó traía a colación unas conocidas
palabras de Nietzsche, insertas en el prólogo a su Aurora, y referidas
al arte o a la maestría de la lectura, que deseamos revivir aquí también: “filólogo
quiere decir maestro de la lectura lenta, y el que lo es acaba también por
escribir lentamente”. Escribía allí que “ese arte enseña a leer bien, es decir,
a leer despacio, con profundidad, con cuidado, con atención y con intención, a
puertas abiertas y con ojos y dedos delicados”.
Huelga explicar que por filología no
entendemos aquí unos estudios académicos, sino, en pureza etimológica, el amor
a la palabra. Es decir el amor por aquello que nos hace más hombres, en la
imposible ruptura entre razón y palabra (Logos). Vuélvanse al Crátilo platónico
y recuerden la feliz sentencia: “Quien conoce los nombres, conoce las cosas”.
Más de una vez he expresado que el hombre no
es hombre por sapiens, sino por loquens. Homo loquens, ergo homo sapiens. Es el
don divino que nos distingue sobre las demás especies. Y muchos poetas, los
poetas auténticos, lo saben. Homo loquens fue el título que contuvo los
asombros del gaditano Antonio Hernández ante los besos sin labios del lenguaje:
He entendido por fin
Que escribir es amar
Sin amor que te bese
Amor y conocimiento; filología y filosofía en
un todo originario indisociable. También el todo que dejó la lluvia de
Zambrano.
Tal es el poeta en el que durante estos días
me he recogido. Me ha envuelto su amor a la palabra, amor de profundis, amor en
calma, sin prisas, en entrega vocacional, amor fidelísimo. Él escribe, como
decía Nitzsche, “con profundidad, con cuidado, con atención y con intención, a
puertas abiertas, con ojos y dedos delicados”, porque la verdadera obra de creación
no es producto de una inmediata elaboración, sino fruto de un largo proceso tejido
con dolores y gozos. De tal modo que, cuando el lector sostiene en sus manos
las cincuenta páginas de esta obra literaria, sostiene un conjunto de partes,
de versos, de palabras, de sílabas, surgidas al ritmo del latido del autor. Latido
que apunta a una real existencia, la del escritor, pero también a una metáfora
que señala el hilo histórico que va enhebrando los momentos que la constituyen,
en el telar visible e invisible al mismo tiempo de una tradición.
Iniciaré por ello, por esta tradición e individualidad
cosidas a la forma. Por esa escritura atenta e intencionada a la que nos
referíamos.
Todos cuantos nos acercamos a la obra de
Zambrano coincidimos en mencionar su exigencia. Es una exigencia poética que
juzgo tan llena de luz en el resultado, como supongo agotadora en el transcurso
de la creación. Dije un día, y repito ahora, que José Antonio explora hasta el
límite la verdad de la palabra poética. Procura acercarse a ella desnudo, y sin
horizontes, en la ilusión de lo que busca el que mira por sí. Una vez más en
este libro lo hallamos como el demiurgo de su propio lenguaje. De ello ya nos
avisa en el primer poema, Memoración. En él, en sus confesiones a Edinda,
(¡qué hermoso nombre recuperado! Edinda que viene a ser la Érato de Zambrano), expresa
José Antonio volver a la palabra poética para sentirse en ella, para vivir lo
distinto, sin diccionarios que aleccionen las palabras, enmarcando en la lluvia
lo que siempre tuvo como patria, es decir, volver libre y purificado. Vuelve a
Edinda que es en realidad la ida hacia el lugar que le pertenece. Ida que, con
una frase de Julio Cortázar, y con el sentido expresado, nos anticipa el poeta
en los preliminares del libro.
Esos cuatro años distanciado de Edinda a los
que se refiere en el poema “Cuestión de tiempo” se refieren quizás al inicio de
la propia génesis del libro pero bien pudieran entenderse como el tiempo que Lo
que dejó la lluvia de los Apócrifos de marzo, ese espacio que media
en el calor de una búsqueda, el retorno, que es la ida, a su poesía más
auténtica, a esos límites de la palabra sobre los que el autor reflexionaba en Las
orillas del agua. Entre uno y otro libro Zambrano nos sorprendió con la
rabiosa originalidad de sus Tonás de los espejos, tonás que engarzan con
una trayectoria paralela, en la que ese mismo poeta, cultísimo, camina sobre
los senderos de una tradición literaria muy honda y que nunca ha despreciado,
como buen poeta, el paisaje de la rica lírica popular española. Porque en ella,
además, su voz individual es perfectamente reconocible.
Más que un “buscador de palabras”, como lo
apoda Ramón Pérez Parejo en su magnífico prólogo, Zambrano se me antoja un
alquimista de ellas, un perfumista que cuida la frágil materia prima, un perfumista
exquisito. Extrae la esencia, macera los aromas y nos devuelve un perfume
concentrado. Todo ello requiere experiencia pero también implica la valentía de
la experimentación, de la innovación, del riesgo. Tras de esa esencia obtenida,
condensada, el lector puede reconocer
los aromas y su procedencia. En ello se distingue el buen del mal perfume.
Todos esos aromas han sido sometidos a la
destilación mediante recursos literarios medidos, controlados, sabios y
arriesgados a un mismo tiempo. En el serpentín del creador han operado
magníficas metáforas implícitas; sustantivos concretos que se hacen símbolos
sonoros y adquieren una belleza que nos resulta ajena en lo cotidiano, o lo
primario; aposiciones sometidas a una fantástica reducción; lucidos recursos
del oxímoron o de paradojas que se viven, por su buscada armonía, lejos de
asombro de las contradicciones. El resultado es un verdadero placer que rebosa
la lectura. Y vamos ensimismándonos en ese perfume del que no podemos alejarnos:
nos sometemos al encantamiento del verbo. Percibimos una limpieza en el aire
cuando sonamos los versos y una limpieza en la mente cuando los pensamos
adentro. Percibimos la sensualidad que se va prendiendo en nuestro olfato, el
olor a limpio de la vista, “olor limpio de tus ojos”, dirá Zambrano en el
“Poema de la culpa”, el que se concentran de manera magistral una gran multitud
de las figuras literarias apuntadas. Pero también, adentro, vamos sintiendo esa
cordura anhelada palmo a palmo, esa cordura de quien pretende ser contenido,
alcanzar existencia, en el mismo acto poético:
Y es que no busco otra cordura
que la de sustentar lo que no encuentro.
Y acaso
ser palabra que
se refuerza en lo escrito.
Y si no fuera así,
dónde entonces la vida
para contar al mundo
lo que envejece como un fruto indefenso.
Zambrano siempre es innovación, pero en el
decoro poético, en la mesura. Y ello se agradece. Se agradece mucho la hermosa
manera de decir, la forma ataviada de galas nuevas o reconocibles, siempre
cuidadísimas; se agradece en un panorama contemporáneo donde todo es aseo
superficial, vestido harapiento que se vende y se presenta como lenguaje
literario. Ante ello, como es habitual en el quehacer de Zambrano, nada se cede
al abandono o al descuido. Los ritmos van contenidos en sus pentagramas
exactos. No hay una figura sin su silencio. Y esos silencios, esa música
callada, nos van marcando el tiempo que se libera desde la reflexión del propio
texto poético. Zambrano ha concebido una sonata en tres movimientos y una coda.
Cada uno de esos movimientos que conforman Lo que dejó la lluvia consta
de diez fragmentos melódicos o temas, con sus extensiones o estrofas también
muy medidas, muy maduradas. La coda, el último poema, el mensaje final, es sin
duda una de las músicas mejores que haya escrito José Antonio Zambrano:
Aquí sigo, Edinda,
apoyado en tu nombre,
y obstinado en saber
lo que entraña un corazón hundido en un beso.
Sobre el olor de la tierra
Y sobre el crepúsculo del sueño
está flotando mi voz día y noche,
envolviendo sobre mi boca
el alba gris y enmudecida de los cantos.
Es una música de versos libres, mas sometidos.
Un música para tres instrumentos, para tres interlocutores, dos de ellos
ausentes o silentes: Edinda y el lector, y el tercero (que es primero)
omnipresente: el yo poético.
Edinda, amor o poesía, que es lo mismo, bondad
y belleza (kalós) o poesía, que igual es, es el vocativo que también sirve al
lector de puente con el propio yo poético. Edinda es confidente, asidero,
desahogo. Pero Edinda es mucho más. Edinda es el guiño a toda una trayectoria,
al ser creador que transita por encima de toda su obra, en una continuidad, en
un diálogo intertextual con el que sólo saben cohabitar los grandes autores.
Edinda es el pozo de la unidad y de la coherencia, del poeta, sí, pero también
de sus lectores.
Edinda es el tránsito del tiempo poético desde
1987:
Edinda
es la paloma fúlgida,
la que corona el mimbre.
Traeremos de otros valles
perlas y amuletos
que persistan su reino.
Escribía Zambrano en sus Coplas a la bella
Edinda.
No es ya sólo la unidad del libro que
presentamos, sino la unidad del libro en su camino sobre otros libros y otros
versos, lo que nos seduce y subyuga. Los lectores estamos latiendo por tanto
con el autor en la complicidad de quienes conocen el camino transitado, de
quienes ahora sabemos (se nos advierte) que volver es ir. Y escribe:
Nunca cierro el portón de mis ojos al alba
porque quien ama mucho
no espera ni se abraza al tiempo que no vuelve.
El tiempo que no vuelve. Detengámonos
someramente en el fondo, en la reflexión sobre el tiempo, que se sostiene a lo
largo de toda la obra. Decíamos al
principiar estas líneas que concebíamos en un todo filología y filosofía, y así
es porque nos volvemos de nuevo al primigenio origen. Sofía (sabiduría)
no es otra cosa sino la capacidad del hombre para ampliar el horizonte de la
inmediatez al que la naturaleza le somete. La escritura no depende, como la
voz, de la sola naturaleza. Ante lo frágil de la oralidad, la escritura nos
muestra la fortaleza que emana de un producto de cultura, del producto cultural
por excelencia del hombre. Por ello, en el Fedro platónico, se expresa que con
ella los hombres se hacen más sabios y más memoriosos; que, mediante ella, se
superan los límites que la naturaleza nos impone. Y ser sabio (insistimos), en
el sentido griego de la palabra, en el sentido etimológico, es cultivar la
independencia ante el mundo; y, a través del logos, desarrollar la capacidad de
interpretar, de transportarse a un lado abstracto. Zambrano nos dice:
Cada uno de mis versos ha buscado
salirle al paso al mundo,
la constante curiosidad
de acumular certezas,
y saber de esos territorios cercanos al frío
donde se apaga el sol
y se aíslan las respuestas olvidadas.
En la primera parte del libro que presentamos
el poeta nos sitúa en su objetivo: aspira a ser en la poesía. Aspira, tras un
proceso de purificación, tras el abandono de lo que siempre tuvo como patria,
reconocerla a ella como lugar de nacimiento, el lugar al que ama, al que
también le ata una intrahistoria cultural, heredada, y el deseo de defender ese
espacio para que sea. Para cumplir esa aspiración, tal catarsis purificadora,
tal viaje de ida, parte desnudo de prejuicios, también de otros tiempos y de
otras palabras. Ha de iniciar un proceso de profunda soledad, casi de desamparo,
en orfandad:
A esto aspira este retorno que atardece,
a vivir lo distinto,
sostener lo visible de su voz en tu voz
y enmarcar en la lluvia lo que siempre tuvo
como patria.
Aunque ahora, Edinda, los días se suceden
tímidos.
Sin esos diccionarios que aleccionan las
palabras
y sin que los ojos adviertan el deseo de los
desiertos.
Sin patria, sin lengua,
solo para sentirme en tu nombre al que vuelo
con las manos mendigas que presta la orfandad.
El poeta anhela la certeza, encontrar la
verdad. Esta búsqueda de la certeza ha sido siempre una constante en la
trayectoria poética de Zambrano. En esa búsqueda, en ese esfuerzo de
comprensión de la vida, del mundo, el poeta ha rozado el mal y el vacío, la
oscuridad. En el poema “Noción palpable de mi mundo”, es decir, de ese mundo
que rodea al poeta y que es visible a todos, también a él, aparecen un conjunto
de sustantivos o versos completos que son símbolos negativos de los espacios de
aquel hombre en búsqueda fuera de los territorios de la poesía: frío, olvido,
vacío, oscuridad, nombres sin encantamientos. Y por ello, porque no puede
alcanzar comprender ese mundo, no puede comprender esa vida, el poeta nos
confiesa que ha optado, como posición vital decidida, como posición también
esencial, sólo amarla. Amarla sí, no comprenderla, pero en el convencimiento de
que su única abundancia es la poesía y amarla sí, muy por encima de esa propia
vida física, por encima del aire. Amarla sí y decirnos que la ama, y que desea
habitar en el espacio donde sólo se siente visible, en la poesía, asumiendo que
puedan en el egoísmo de lo propio, el vicio de lo propio:
Es necesario elegir
-como afirma Ribeyro-
entre amar la vida o comprenderla.
Yo he optado por amarla
sin perder la advertencia
de no tener otra abundancia
que no seas tú,
y sin entender el descuido
que deja
el tiempo que envejece a mi lado.
No puede haber calma en esta afirmación
ni regreso a otro calor de cifras,
oscuro y desleal,
que apague el murmullo de este canto
en su interminable certidumbre.
Solo la intimidad
que linda con mi pecho
mientras los días pasen
y pueda amar la vida
por encima del aire y su extrañeza.
Al borde de la primera parte hallamos también
una reflexión sobre el tiempo pasado. Tal como ha escrito Alonso Guerrero el
pasado vale casi como memoria fructífera. El pasado no es una escultura de
nostalgia, sino una herramienta de la que puede servirse como un
estremecimiento figurado. Es más, la memoria es un tiempo mediador, nunca
zozobra por algo perdido. En el último poema de esta primera parte, Zambrano
finaliza con unos versos que anuncian el asunto principal y central de la
segunda parte, quizás del libro íntegro: el presente. Es el tiempo real, el
único tiempo válido, pues el pasado sólo puede reconocerse en el presente. Pero
ese presente no es un “nunc fluens”, un tiempo limitado por otros dos tiempos.
Y nos dice:
Pero esta claridad solo la prueba
el sol lento del día,
la madrugada muda de tus alrededores
y esa altivez prestada
que aún permite afirmar:
hoy somos,
es hoy, tan solo hoy
el
mundo.
Por eso, nos acerca, todo sucede “en lo que va
viviendo”; por eso nos dice que celebra el momento que respira, sin hurtar nada
a los momentos de los demás, sin temor, sin angustia. El tiempo pasado es una
forma especial de memoria del mundo, y la poesía, su vivir en ella, la luz de
las palabras como único código, doblegan el futuro, que al fin no es sino el
espacio donde viven los sueños.
En la tercera parte del libro el yo poético
mira al otro yo, al creador, desde la memoria, que es distancia, como un
observador que percibe una sombra. La lluvia va limpiando lo que un día fuera
ese otro yo en el poema “aireada certeza”.
También en la tercera parte se fija la reflexión sobre el futuro que
había anunciado, está llegando al fin de sus certezas, a ese saludo que no
tiene distancias:
Ahora
que las certezas viven a nuestro alrededor,
sabemos que pensar en el mañana
no es ronda de tu vuelo,
y aunque el sabor a lluvia no sea el mismo
las calles siguen bebiéndose tus pasos
al decirnos a todos:
a veces solo un gesto es suficiente
para salvar el día.
Queda este gesto hoy entre mis dedos, ahora,
ese que salva también la tarde en la que escribo, y que se hace gratitud, como
colofón de unas reflexiones; un gesto de escritura que porta en su sonrisa
amable muchos años de entrega, la de un Zambrano lluvioso y purificado, del que
espero siga dándonos la bondad de lo suyo, para que sea también bondad de lo
nuestro.
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