miércoles, 23 de octubre de 2013

Reseña: Autorretrato de otro, de Cees Nooteboom, en el blog de Carlos Alcorta

Cees Nootebooml Autorretrato de otro. Sueños de la isla y la ciudad de antaño
Por Carlos Alcorta
Carlos Alcorta. Literatura y arte, 4/10/2013

La casa que posee Cees Nooteboom en Menorca desde hace más de cuarenta años, glosada recientemente por Antonio Muñoz Molina en las páginas de Babelia, es una especie de refugio al cual se retira el escritor durante los meses del estío. Allí escribe, pasea, cuida del huerto y recibe a los amigos, y a esta casa llegaron en su momento los dibujos de Max Neumann que complementan Autorretrato de otro (Sueños de la isla y la ciudad de antaño), dibujos que alimentaron y sirvieron de coartada a la escritura. No es la primera vez que pintor y escritor establecen correspondencias entre sus respectivas obras. Nooteboom recoge en el libro El enigma de la luz un texto para el catálogo de la obra de Max Neumann—autor de quien tuvimos el privilegio de contemplar la serie de inquietantes collages «El mundo pasado-en la cabeza» en la galería cántabra Robayera hace unos años— titulado «Conversación en un futuro cualquiera», y es que la colaboración resulta inevitable porque, como escribe Nootebomm a propósito de Hopper, «Un poeta que ama a un pintor no puede remediar ver los cuadros de éste como seres vivos, como personas incluso, o, cuando menos, como objetos con un universo propio que el cuadro permite visualizar», por esta razón el escritor, más que glosar lo que los dibujos representan con mayor o menor fortuna, se ha dejado llevar «por el clima mental o psíquico de los cuadros, unido a mis recuerdos e invenciones de la isla y la ciudad de antaño», este dejarse llevar ha provocado que entre ambos artistas se produzca una simbiosis. Obsesiones, angustias existenciales o el apasionamiento creativo de cada uno de ellos ha trasmigrado de una mente a otra hasta el punto de que en algún momento sus obras parecen escaparse del control de la razón, dando paso a un arrebato irracional difícil de contener y más complicado aún de explicar, porque lo que sugiere una obra de arte, lo que emociona a cada espectador tiene mucho que ver con los prejuicios mentales y sensoriales que condicionan la mirada. Los acontecimientos descritos en los poemas en prosa no se circunscriben a la realidad, sino a cómo ésta va construyendo la identidad del poeta, una realidad multiforme en la que adquieren similar importancia los derrelictos que la ficción abandona al arbitrio de la intuición que los voluntariosos intentos —fallidos— de representar un hecho o un objeto concreto, algo que deja una especie de malestar subsanado en la mayoría de los poemas por el júbilo que el mero hecho de escribir provoca en Nooteboom. «Alimentar ciertos sentimientos de angustia puede resultar placentero» escribe en el ensayo titulado «El filósofo sin ojos» —un filósofo que parece remitir al Schopenhauer que afirma que « la carencia, es la condición previa de todo placer»—, y es que el autor, lejos de regodearse en el pesimismo o en la melancolía, algo que algunos sueños descritos, pesadillas más bien, parecen abocados a inspirarnos, rehúye esa veleidad tan común de buscar una explicación lógica, de interpretar las emociones o los pensamientos  como si fueran algo material, medible, cuantificable.

A pesar de todo, ¿hasta qué punto las imágenes, los dibujos de Neumann que preceden el texto han condicionado la escritura o, más aún, la propia identidad del poeta? ¿El autorretrato que esbozan los poemas es producto de una interpretación de los dibujos  o los textos trazan un retrato emancipado del interprete? ¿Se puede «seguir siendo uno mismo», como defendía Montaigne, después de contemplar una obra de arte? Como no podía ser de otra forma, los poemas no aclaran ninguna de estas cuestiones. La tercera persona que protagoniza los poemas es un «él» que indaga sobre sí mismo, sobre su propia identidad —«Cuando está solo la multitud se convierte en un enigma para él, entre los otros ya no sabe quién es»—, porque se desconoce, se siente extraño, el futuro transforma el concepto que tiene de sí mismo, el tiempo erosiona pero también purifica: «A medida que avanza el día ve cambiar los rostros, volverse irreconocibles. Se pregunta si le estará pasando lo mismo a él, pero no se atreve a tocarse la cara y esconde la mirada de los escaparates». Los sentidos, pues, quedan marginados de ese conocimiento, de esa transformación que parece operarse sólo en regiones mentales inaccesibles al raciocinio. La apariencia física puede no haber variado sustancialmente —«Él es otro, pero sigue teniendo los mismos ojos»—, sin embargo,  en su interior las cosas han variado, aunque los espejos no puedan reflejarlo y los otros no sean capaces de precisar en qué consiste la transformación. «… su cuerpo parecía no existir. Cuando lo buscaba siempre estaba en otro sitio», otro sitio que no tiene por qué ser, que no es, un lugar concreto, sino una dimensión metafísica que se encarna en la memoria, la memoria de una casa en la cual «termina el camino y el mundo».


Fernando García de la Banda, el magnífico traductor de Autorretrato de otro, escribe un clarificador epílogo en el que revela los orígenes de un libro tan inclasificable y hermoso —casi un libro de artista— como el que tenemos en las manos. A medio camino entre la prosa ensayística y el poema en prosa, estos fragmentos de realidad, esta miscelánea de sueños y evocaciones inducidas no sabemos muy bien cómo por los dibujos de Max Neumann, nos seducen no sólo por la intensidad de lo narrado, sino por la honestidad y la sencillez que trasmite su forma de contarlo, la sencillez de las cosas contándose a sí mismas, dando cuenta, como en un registro visual, de lo que sucede en el pensamiento, más allá de posibles mitificaciones cósmicas. La claridad expositiva y la elegancia retórica son los engranajes de su mecanismo creativo, con ellos elabora un estilo conciso y penetrante, exento de palabrería, con un perfecto manejo de las pausas y los silencios.  Como Nooteboom ha escrito en otro lugar, «lo que importa no es lo que se pone por escrito en particular, lo que importa es el escribir en sí, la acción. Buscar o crear una forma de orden, que es siempre una forma de meditación.»


Lee la reseña en el blog de Carlos Alcorta

 



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