“Como una fruta entre dos estruendos”. La aldea de sal.
“Una puerta cerrada no es suficiente para que un hombre / esconda su amor. También necesita una puerta abierta / para poder partir y perderse entre la multitud cuando ese amor estalle / como una barril de pólvora en el arsenal alcanzado por el rayo. / No basta un techo para que un hombre se proteja / del calor y de la tempestad. Para huir del relámpago, / cuando la lluvia cae en el silencio del mundo / abierto como una fruta entre dos estruendos, / él necesita un cuerpo tendido sobre la cama, / un cuerpo al alcance de su mano / todavía temerosa de avanzar en la oscuridad. / En la noche que declina, en el día que nace, / el hombre necesita de todo: del amor y del rayo”. Lêdo Ivo (Halagaos, Brasil, 1924) publica en España su poemario La aldea de sal (en traducción e Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre para Calambur) al que pertenecen los versos del inicio. Los editores presentan al autor como poeta, narrador (Premio de novela Graça Aranha), cronista, ensayista (Premio Nacional de Ensayo) y uno de los máximos exponentes de la generación del 45, movimiento clave en la vanguardia literaria en su país. La Academia Brasileña de las Letras le otorga el Premio Mario de Andrade a toda su obra, cuyo primer libro: Las imaginación (1944) ilumina ya un gozoso camino creativo; entre su veintena de títulos citan Ode e elegia, Estaçao central, Finisterra, Curral de peixe o Réquiem.
Claro referente en las letras brasileñas, el poeta encaja su figura en su marco: “Mi patria no es la lengua portuguesa. / Ninguna lengua es una patria. / Mi patria es la tierra tierna y untuosa donde nací / y el viento que sopla en Maceió. / Son los cangrejos que corren en el lodo de los manglares / y el océano cuyas olas continúan mojando mis pies cuando sueño. / Mi patria son los murciélagos colgados de la techumbre de las iglesias carcomidas, / los locos que danzan al atardecer en el hospicio junto al mar, / y el cielo encorvado por las constelaciones. / Mi patria son las bocinas de los navíos / y el faro en lo alto de la colina. / Mi patria es la mano del mendigo en la mañana radiante. / Son los astilleros podridos / y los cementerios marinos donde mis ancestros tuberculosos y palúdicos no paran de toser y temblar en las noches frías / y la fragancia del azúcar en los almacenes portuarios / y las tencas que se debaten en las redes de los pescadores / y las ristras de cebolla enroscadas en la tiniebla / y la lluvia que cae sobre los corrales de peces. / La lengua de que me valgo no es ni nunca ha sido mi patria. / Ninguna lengua engañosa es una patria. / Tan solo sirve para que celebre mi gran y pobre patria muda, / mi patria disentérica y desdentada, sin gramática y sin diccionario, / mi patria sin lengua y sin palabras”. Trazar unas líneas anunciando el nacimiento de un libro ha de ser una transparencia. Los versos son los que han de hablar del autor, no otra voz: “Mi vida es como una ventana abierta sobre Asia. / Profeso lo imaginario y, en ese rito, / renazco para contemplar lo inexistente / que resplandece a la luz de mi trópico de agua / como esas islas ficticias que no se ciñen a las horas triviales de los navegantes, / tierras no nacidas, horizontes pensados. / Los países son hipótesis de secretos / que emergen y se hunden ante el asombro de la Tierra. / Inmóvil o caminando, veo siempre los polos / con sus rápidas lluvias y sus esfinges entre andamios, / y sobre todo, amigos míos, con esa atmósfera de última estación / que intriga a todos los que nacieron en el centro del mundo. / Más allá de mis párpados, donde el pensamiento es de sal / como si lo hubiera ungido una lágrima, / habrá un país claro y perfecto, de tan dulce perfil / como las piedras femeninas de la noche”.
Grande y Mestre cierran: “He aquí al más joven de los ancianos poetas que habitan la aldea de sal. En una aldea de sal caben los sueños pendientes de ser soñados. Cabe la delicadeza y cabe la tempestad. Hay sitio para el reflejo de una moneda perdida y lugar para lo abundante e incierto del océano. No es Ulises, aunque se le parece; no es Noé, aunque recuerda al ebrio patriarca. Está ahí, aturdido por el ruido del universo y el engranaje de las galaxias. Es alto como una pequeña conversación oída por el dios que sostiene los cimientos podridos de las iglesias y los mástiles que todavía no tienen navío. Es Lêdo Ivo”.
Manuel Garrido Palacios
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